DESCENTRAMIENTO DEL MUNDO

sobre La torre de Asakuza (textosintrusos, 2020) de Gianfranco Recchi
por Martín Palacio Gamboa


Quien explore con detenimiento la escritura de Gianfranco Recchi podrá sentir que hay dos términos que se ciernen como categorías afianzadas sobre buena parte de sus textos: epifanía y nomadismo. “La torre de Asakuza”, libro dividido en dos partes (“Cerezos” y “Naranjos”) con veinte poemas cada uno, expone en su simetría interna ese doble sostén conceptual pero también la expresión de un conflicto con el entorno y con uno mismo, así como en la confluencia y el desmarque de ambos.

En “Cerezos” se recrea el recorrido por las calles del Japón profundo (no en vano la referencia a Asakusa, nombre del barrio más tradicional de Tokio, con sus innumerables templos, bares y tiendas de artesanías). Allí se despliega una visión del mundo fundamentada en una representación simbólica de la realidad por la que se intenta reconstruir el tiempo perdido y las emociones en la perdurabilidad del poema, imponiendo un tono reflexivo y equilibrado, aspecto que se puede ver muy logradamente en “Curso de la montaña”. Allí el yo establece que en “donde se ponga el sol/ que haya silencio./ Ahí moriré/ junto al hielo y el alerce./ Busco en mis entrañas/ la imagen amorfa,/ continúa sin pausa/ el curso de la montaña/ donde vomité las palabras/ hasta el vacío./ En la cascada resuena/ contra cada piedra/ el grito del río/ no más tierra. También se puede observar algo similar en esa suerte de catábasis que es “Templo de las Mil Puertas”, donde el trazo de la escritura parece reproducir el de Hokusai en sus bocetos: “El sendero/ fluye por los bosques/ riachuelo en la montaña/ el barco de papel/ cuesta abajo./ Ahí va mi fragmento amoroso/ abandonando el viejo yo/ mi cara/ un poema escrito/ mojado”.

En “Naranjos”, centrado en la vorágine caníbal de Buenos Aires, ese conflicto se resuelve mediante una decidida voluntad de rebeldía y mediante una injustificada pérdida de la inocencia y de sus dones vivificadores. El hecho es que, tanto de un modo como de otro, Recchi se vale de mecanismos de naturaleza simbólica para poetizarlo desde esa doble óptica. Por ejemplo, a través de algunos esquemas alegóricos que hacen de cada poema un “poema anti-música anti-materia” ya que “estoy cansado de escribir poemas pro-materia”. Incluso cuando lo hace desde la cultura pop, como en “O filo de la noche”: “No conocía a/ Robert De Niro, o eso pensé./ No sabía que era un actor/ mucho menos que era un director/ me llamaron/ «Centennial»./ En el filo de la noche/ mientras las cortinas caen/ el pensamiento de mi vida naciendo/ viene a mi mente, me pregunto/ ¿conozco realmente a/ Robert De Niro?/ Las luces atraviesan las cortinas, es verdad/ ya no existe la noche”. Y todo, dirigido hacia un evidente conflicto que le impele hacia su razón de ser como testimonio de esa dura escisión interior entre el ser y lo sido, que es la conciencia temporal. Hablamos aquí de algo que se plantea en “Infancia”, cuya pregunta y secuencia de versos violentamente encabalgados parecen derivarnos a un estado signado por la melancolía y el escepticismo: “¿Me puedo/ tirar/ sinquebr/ arme?/ (…) los cimientos arraigan en/ eso que diagnosticaron/ con palabras complejas/ como un barrio antiguo/ con árboles antiguos/ calles grandes/ casas y departamentos, donde/ suena la calesita/ y es muy tarde, mamá/ todos caemos”.


Por otro lado, vale observar que la poesía de Recchi está más orientada hacia lo elemental humano que hacia cualquier circunstancia histórica concreta. Porque en lo elemental radica, se descubre y se evidencia una profunda ruptura de la armonía existencial, un quiebre por donde deseo y realidad se disocian inexorablemente. Recchi lo sabe y lo explora con sencillez, en especial durante la primera parte de “La torre…”. Llega a parecerse -por momentos- un diálogo con buena parte de la lírica tradicional japonesa: basta revisar los haikus de Basho, Onitsura, Issa e, incluso, más contemporáneo o cercano a nosotros, los de Taneda Santôka para percibir cierto aire de familia o reconocimiento.


La reconstrucción del sentido en un mundo desdivinizado apela siempre a un intento de sutura, con la intermediación de ejercicios simbólicos y simbolizados. Ya sea con “El monstruo del Prozac” o en su recorrido por “Corrientes y Talcahuano”, donde “todas las semanas/ paso por una librería/ y leo el mismo libro/ Poemas Completos/ Juan José Saer (Seix Barral, 2001)/ poco a poco/ hasta terminarlo./ Me encuentro/ muchas veces/ en estados desconocidos;/ los dueños ya me conocen/ no se acercan a preguntarme/ qué me pasa”. Que tal sutura no se satisface con la propuesta de un consenso racional es evidente, puesto que el desgarro al que aludimos es pre-racional: se impone al hombre ab initio, aunque se atienda a la postrera necesidad de racionalizarlo de muy diversos modos. Pero el hombre -quizá aquel que vislumbra la existencia de dicha herida desde una perspectiva, si se quiere, metafísica- aparece desde ese origen como «encrucijado», situado en el medio de una lucha que le precede, que es conflicto entre luz y sombra. A través del rezo, de la reflexión filosófica, o del ritual de la escritura, el hombre es devuelto al entre. Pero ya no en comunicación armónica, sino obligado a soportar y conservar el conflicto que, en “Barro del sur”, se vuelve un adentro en el que sólo tiene cabida “ahogarse en silencio” mientras “afuera, la lluvia”.

El conflicto y su desgarro ante la pérdida de un centro obliga y nos obliga a re-vivirlo. Porque, para Recchi y para los antiguos místicos de Oriente y Occidente, es la única forma de mantener la totalidad y mantenerse en ella.





Gianfranco Recchi

Buenos Aires el 16 de julio de 2000. Fanático de la lectura desde la infancia, comenzó a escribir en talleres literarios con Fabián Casas y Javier Galarza. Actualmente cursa la carrera de Artes de la escritura en la Universidad Nacional de las Artes (UNA) y estudia japonés en el Instituto Nichia. En sus ratos libres traduce poesía del inglés al español. En febrero de 2018 viajó a Tokio, Japón, para complementar sus estudios del idioma. De esa experiencia surge el poemario «La Torre de Asakusa», publicado en octubre de 2020 por la editorial Textos Intrusos.

EL ETNOCIDIO DE LOS CHARRÚAS

notas sobre las clases magistrales de Marcia Collazo
por Sergio Schvarz


La historiadora y escritora Marcia Collazo realizó, mediante un encuentro virtual por zoom, dos clases magistrales sobre el genocidio y etnocidio de los charrúas, el pasado 20 y 27 de octubre. En dichas clases nos ubicó en el tiempo histórico, y brindó ciertos datos sobre la etnia charrúa. Trataremos de dar un panorama de los mismos que ayude a tener una mejor comprensión, puesto que son poco conocidos. La razón es muy simple: de una u otra forma los charrúas forman parte de nuestro origen como nación por más que la visión eurocentrista configuró un relato que prácticamente los desdibujó. Sin embargo, a pesar de la tesis civilizatoria eurocentrista, que signó de bárbaros a los grupos indígenas que poblaron la otrora Banda Oriental, su papel en la historia es ineludible.

Lo relativo al origen de los charrúas se basa en las investigaciones de los antropólogos Daniel Vidart y Renzo Pi Hugarte. Principalmente el primero, quien ha investigado sobre la etimología de «charrúa» y al que indistintamente se le denominó como jacroa, churruchí, zachurrúa, charruas, charrucos… El término «charrúa» es un vocablo gallego, referido al Carnaval, y significa rubicundo, desmelenado, vestido con harapos, y era un personaje que durante la festividad portaba unas sonajas.



Desde un estudio del genotipo y del fenotipo no es posible reivindicar como nuestro al ancestro charrúa, pero sí podemos hacerlo como relato, como discurso. La macroetnia charrúa incluye a los charrúas propiamente, pero también a minuanes, bohanes y guenoas, y hay consenso entre los investigadores a no incluir en esa macroetnia a yaros, chanás, y guaraníes del litoral oeste y a los tupi-guaraníes del este. En cuanto a su ubicación, dentro de nuestro actual territorio, los charrúas se desplazaron desde el sur debido a la colonización española, yendo del suroeste al noroeste. Por cierto, los primeros exploradores que tienen contacto con ellos lo hacen en la ribera norte del Río de la Plata.

¿De dónde llegaron los charrúas? Se vinculan genéticamente a los indios asentados en la Patagonia desde hace 10.000 años conocidos como chonik (que significa los “indios verdaderos”). El cálculo que se hace sobre su población está estimada en 1500 charrúas. Se organizaron en jefaturas (cacicazgos), elegidos por un consejo tribal, y la sociedad era de modo horizontal, salvo en circunstancias especiales (como la de las guerras) que nombraban un cacique general. Tenían una cultura nómade, la construcción de sus viviendas era con palos curvos al que tendían sus cueros. Sus principales caciques fueron Zapicán, Abayubá, Tabobá y Magalona.


Mapa de las Misiones de la Compañía de Jesvsen (1749). Fuente: Biblioteca Nacional.


El plan de exterminio y sus razones


Al momento de su independencia, hacia 1830, en la Banda Oriental el principal problema era el tema la posesión de la tierra así como el ganado que estaba sobre ella, ya que era un obstáculo para la propiedad privada rural. Otro gran problema era el orden y la seguridad del medio rural, por los delitos y el caos de la campaña, que no debemos atribuir únicamente a los charrúas. En relación a los mismos, se entendía como un problema su «imposible domesticación» [adoctrinamiento] por parte de los españoles, ya que los charrúas eran ariscos, orgullosos y desconfiados, de difícil evangelización. Quien se adentre en la documentación de la época, verá que los categoriza como infieles, bárbaros, salvajes e irredentos (que no podían obtener la salvación cristiana e irían directamente al infierno). La contradicción principal de la época, expresada en términos de «civilización o barbarie», es una categoría filosófica que, desde Aristóteles, expresó, y justificó, el exterminio de todos los grupos humanos, étnicos, que no se avienen a la domesticación y al sometimiento.

El momento del exterminio fue, precisamente, el del surgimiento de la República y su primera Constitución, por entenderlos como un obstáculo a los intereses económicos de la oligarquía terrateniente, compuesta por criollos y patricios, y del imperialismo británico, que buscaba mercado para sus productos y así ampliar el comercio.

Ya desde 1760 los hacendados, nucleados en asociaciones, tenían la verdadera intención de arrebatarles la tierra y apoderarse de sus dominios. Lo cierto es que la coacción física del naciente Estado Oriental sobre los charrúas era poco eficaz en el ámbito rural, por ello las clases poderosas deciden exterminarlos utilizando la misma violencia física por la que los condenaba. El 16 de enero de 1830, el Parlamento encomendó al general Rivera para que investigue sobre la situación de los charrúas, —qué terrenos están en su poder y si hay «vagos y desertores» entre ellos— y a Bernabé Rivera y al General Laguna para que contacten con ellos para tener la posibilidad de un tratado (parlamento, negociación) entre la Nación Charrúa y el Estado. Siendo presidente Fructuoso Rivera (1830-1834), tuvo tres prioridades: 1) pacificar la campaña, 2) solucionar el problema del indio, y 3) atraer la inmigración europea. Fue el brazo ejecutor, como parte del poder económico y político de la época y como parte del poder cultural expresado en un eurocentrismo civilizatorio en contraposición a la barbarie que significaba el mundo indígena. Pero también era parte del poder representado en los criollos que, a la sazón, eran los amos de buena parte del territorio.


EL EPISODIO DE YACARÉ CURURÚ
J. M. Fernández Saldaña. El Día (16-oct-1938)


La matanza de Salsipuedes


Según Antonio Díaz, hay una serie de justificaciones para la reunión que se llevaría a cabo en un bucle o potrero del arroyo Salsipuedes: una próxima invasión al Brasil que llevaría a cabo el general Rivera con el objeto de atraer al Estado Oriental los ganados, y el otorgamiento, entre los ríos Arapey grande y Arapey chico, de gran parte de esas haciendas que les serían adjudicadas a los charrúas. A eso se le suma, en la oferta que hará Rivera a los caciques charrúas, el reconocimiento de sus territorios ancestrales, de los que, en parte, habían sido despojados por la colonización.

Por supuesto que el general Rivera era bien visto por los charrúas por su arrojo y valentía. Habían formado parte de las guerras de independencia y, juntos, orientales y charrúas, habían hecho la campaña de las Misiones Orientales, por lo que confiaban en él. Además, a la vuelta de la campaña de las Misiones, Rivera funda el pueblo de Bella Unión (Santa Rosa, en la época), creando un asentamiento guaraní, así como luego había creado otros pueblos en la zona de Durazno. Y de esa admiración y popularidad, se valió el general para perpetrar su ignominiosa matanza. La reunión era un espaldarazo de confianza a la nueva República, así como el establecimiento de una promesa al pueblo charrúa y la configuración de un proyecto común. Y traía, en consecuencia, la paz.

Una vez reunidos los caciques Venado, Polidoro, Rondeau y Juan Pedro y su pueblo, el 11 de abril de 1831 en Paso de Calatayud, o Tiatucura o Tía Tucura, una vez que los mocetones (los más aguerridos, una especie de cuerpo especial) habían dejado las armas, se les da de beber aguardiente. y a una orden de Rivera (un disparo a quemarropa sobre Venado) comienza la matanza. Anteriormente, en febrero, Lavalleja le había escrito a Rivera para que practicara «providencias más activas y eficaces» para la seguridad de los vecindarios, para que como presidente estableciera garantía sobre las propiedades afectadas por los charrúas.


EL EPISODIO DE YACARÉ CURURÚ J. M. Fernández Saldaña. El Día (16-oct-1938)

Además, de ellos va a decir que son «malvados que no conocen freno alguno que los contenga», y que, por supuesto, no se les podía dejar «librados a sus inclinaciones naturales». Rondeau, desde Buenos Aires, le pide que asegure la tranquilidad en sus propiedades.

Es decir que, si bien Rivera (y Bernabé) es el brazo ejecutor, la clase política y el poder económico son los verdaderos instigadores de dicha matanza. El parte da como cuenta 40 charrúas muertos y 300 prisioneros, principalmente mujeres, niños y ancianos, que serán llevados hacia Montevideo, pero que irán quedando en las haciendas que hay por el camino (mientras que los orientales acusan un muerto y 9 heridos, según el parte, aunque parecen haber sido algunos más). De hecho, a Montevideo, al corralón del Cuartel de Dragones, llegan 166 charrúas: 43 niños de ambos sexos, 29 hombres y 94 mujeres, registrados debidamente. Tanto las mujeres y muy principalmente los niños, los entenados, son sometidos a una suerte de esclavitud con la excusa de criarlos en una «familia de bien». Y en cuanto a las mujeres jóvenes, podemos hacernos una idea de su suerte sin forzar demasiado la imaginación. Otros charrúas, los menos, escaparán al Brasil y algunos más se refugiarán en haciendas vecinas, con nombres hispánicos.

Posteriormente, los charrúas sobrevivientes, Polidoro junto a 16 indios, le tienden una emboscada a Bernabé Rivera, quien los perseguía sin pausa, determinado a exterminarlos a todos. Lo terminan matando y luego vilipendian su cuerpo para vengar su traición.

La acción de Mataojos, descrita magistralmente por Tomás de Mattos en su obra «Bernabé, Bernabé», plantea, al decir de Marcia Collazo, la importancia de la literatura de ficción que contribuye a crear conciencia, echa luz y hace comprender los ciclos históricos desde otra sensibilidad.



En la historiografía uruguaya, tanto la acción de Salsipuedes como la de Mataojos, fue mostrada como una batalla, e incluso como una batalla inevitable por la terquedad de los charrúas. Posteriormente, desde los colorados y los blancos se ha dicho que estas acciones fueron la afirmación de los valores nacionales, y, por supuesto, el triunfo de la civilización (siempre europeizante). De hecho, hay 200 manuscritos y documentos, firmados por personas del gobierno, del Poder Ejecutivo y correspondencias y partes militares, que sirven para justificar, de este lado, la matanza inexcusable.

Es paradigmático que un diario como El Defensor de la Independencia Americana, en el año de 1848 afirmara que la matanza fue un delito de lesa humanidad, y tanto el Estatuto de Roma, como la Corte Penal Internacional y la Ley sobre Crimen de Genocidio, Ley 18.026 del 25 de septiembre de 2006, califican como tal lo que ocurriera con los charrúas. Si bien desde el punto de vista jurídico es correcto afirmar que el exterminio de los charrúas fue un genocidio, según la profesora Collazo se aplicaría con mayor precisión etnocidio, por cuanto este se da, frecuentemente, cuando hay una aniquilación sistemática por motivos étnicos de una cultura viva por parte del Estado. Para que esto se diera, desde el mismo momento de terminada la batalla, se separó a las crías de las madres, de manera de quebrar todo lazo familiar y, particularmente, todo lazo de memoria histórica. Dicha separación fue realizada por expresa determinación del Superior Gobierno de la época.

Por último, hay que señalar que la docente también destacó algunas obras literarias, como el «Tabaré», de Zorrilla, y otras, que nos muestran cierta mirada sobre los charrúas, sobre todo desde un culto a su valor. No en vano Marcia Collazo proviene de una familia de escritores y artistas. Sus abuelos maternos fueron Sara de Ibáñez y Roberto Ibáñez. Su madre fue la escritora Suleika Ibáñez. Su padre, Vladimiro Collazo, un reconocido artista plástico e historiador.


Fotografía: El País.


TANGOS PANDÉMICOS

sobre «Tangos clandestinos» (Ayuí, 2020) de Proyecto Caníbal Troilo
por Martín Palacio Gamboa


Puede parecer obvio afirmar que el quinto trabajo del Proyecto Caníbal Troilo es hijo de la pandemia. Quien lo compare con los discos anteriores, «Tangos clandestinos» se muestra como bastante más despojado e intimista aunque la ironía persista en cada uno de los diez temas que lo conforman. El encierro y la distancia social, pero también el uso político en clave represiva que se hizo de esos mecanismos de preservación, quizá promovió el regreso a ciertas bases rítmicas tradicionales a pura guitarra, bajo y violín. De la extroversión arreglística que hacían de Hugo Rocca un singular cruce de Elvis Presley en su etapa de Las Vegas con Edmundo Rivero, pasamos a una depuración instrumental en la que el despliegue de una voz y de una lírica -que se muestra cada vez más compleja y lograda- va ganando terreno. Sigue siendo Rocca, pero otro Rocca. Lo mismo sucede con los músicos que integran esta movida: siguen estando allí Popo Romano, Lucía Gayo y Fernando Calleriza, pero desde una faceta otra. El resultado es un álbum que promete ser inoxidable.



Con todo, y como se dijo al principio, lo obvio de que «Tangos clandestinos» sea hijo de la pandemia es aparente. Quien rastree la etimología de la palabra «pandemia» se encontrará con que el significado que tenía originariamente es bastante diferente al que le damos hoy. Si nos remontamos a la cultura griega -especialmente a los textos de Platón y Lucrecio- nos encontraremos con que la diosa Afrodita tenía una doble faceta y, por ende, un doble epíteto que la caracterizaba. El primero era «Pandemos» (que significa «común a todo el pueblo»), que resaltaba su predilección por los bajos placeres sensuales; el otro era, en oposición, «Urania» (la Afrodita Celestial), afín a los vínculos dentro de una élite culta y que aspiraba a una sublimación espiritualizante de la experiencia amorosa. Quien opte por la versión Pandemos, sólo podrá ver cómo el deseo lascivo irá a centrar únicamente su atención a satisfacer sus deseos corporales, llevando a cabo acciones vergonzosas cuando de la conquista de su amor se trata; el engaño y el poder son cualidades de este tipo de amantes. Y si escuchamos con atención, varios de estos tangos que Caníbal Troilo adjetiva con justeza como «clandestinos» son justamente tangos pandémicos: pasionales, insensatos, poco dados a la conveniencia, elogiantes de la incorrección de los sobrevivientes y de lo que es común a todo el pueblo.



Allí está «Bicharraco», un excelente milongón de apertura («soy un bicharraco,/ mísero depredador,/ cazador cosmopolita/ que no mira alrededor./ Soy un bicharraco/ con traje de buen señor,/ dictando cátedra y verso/ con ínfulas de orador»); allí está el contagioso canyengue cumbiero de «Cruz de Carrasco» («nací en la Cruz de Carrasco,/ barrio malevo sin ley,/ entre las casas de chapas/ suena Combo Camagüey./ Una iglesia desahuciada/ espera la bendición/ de un perro que salva el día/ con un hueso de cartón»); allí está «María y yo», esa milonga en la que Zitarrosa y Daniel Melingo parecen darse la mano («vamos a darnos un saque,/ me dijo María/ con voz de alienígena espacial./ Era un viernes a la noche,/ la luna brillaba/ por La Paternal./ Ella siempre tan dispuesta/ a celebrar la ocasión,/ y yo un gil de pizzería/ arruinando su gestión»).

Arriesgando un poco más, podríamos afirmar también que lo clandestino -pandémico, periférico- no se reduce a lo que se niega o se excluye en el uso instrumental de la razón ni en la justificación bien argumentada de «lo lógico y universal» con que se fundamenta la ciencia o cualquier conocimiento técnico que pueda pasarse de mano en mano como moneda de cambio, aspecto que es tratado en «Mister Shiva» («señor gurú, tengo un problema:/ no encuentro el punto de la sensatez./ Veo la película al revés/ y me genera mucho stress/ no ver el mundo como es»).

Lo clandestino es aquello que subyace tras todo discurso, el suelo desde el que se alimentan todos los discursos (no solo los hegemónicos). Es el hedor real y existencial desde donde se vivencia de manera «prelógica» todo sentir. Y en donde, para eso, hay que aprender a burlar las trampas del pensamiento y «apagar la llavecita/ del monólogo interior/ y cortar el cable a tierra/ del guardián de la razón».
Como sucede con el mismo tango.



Tangos clandestinos (Ayuí, 2020, Uruguay)

Proyecto Caníbal Troilo
Voz y letras: Hugo Rocca
Guitarras: Fernando Calleriza
Bajo: Popo Romano
Violín: Lucía Gayo




OTROS ESPACIOTIEMPOS URBANOS

sobre «Tango infinito» (Perro Andaluz, 2020, Montevideo) de Malajunta Trío
por Martín Palacio Gamboa


Malajunta vuelve al ruedo con un trabajo que ya cuenta con varias señas reconocibles de identidad. Algunas de ellas tienen que ver con una guitarrística ajustada, afín a la creación de estructuras melódicas de impronta depuradamente jazzística (gentileza de Jorge Alastra); otras tienen que ver con un bandoneón que se muestra, a través de la predominancia de acentos largos, dispuesta al contrapunto y a cierta independencia de las líneas melódicas (gentileza de Juan Rodríguez); y la voz de Adriana Filgueiras, cuyo registro de mezzosoprano y dicción precisa queda al servicio de un histrionismo contenido para un conjunto de textos nada obvios, ya sea en lo formal como en lo estilístico.

«Tango infinito», tercer álbum de este power trío de la canción ciudadana, no sólo es esa reafirmación de un modo de hacer música, de un sello de fábrica que logra eludir con soltura la repetición en serie de una fórmula. Es la expansión conjunta de lo que Caetano Veloso describió como «acrilírica», una poética que juega con la recreación fragmentaria de lo cotidiano y con cierta noción de la «ahoridad» que se fundamenta en la afirmación de la vida en el presente.



Para eso yuxtapone imágenes o planos de la realidad –hay momentos en que las letras de Alastra se entroncan con las técnicas compositivas del cubismo y el creacionismo– desde un cromatismo sonoro de paleta baja, con una marcada presencia de graves y tonos menores. De allí el juego con lo acrílico en el neologismo de Caetano y que se puede aplicar a cada uno de los diez temas que constituyen este disco: hablamos aquí de una modalidad compositiva que en lo instrumental aligera su carga matérica y, lógicamente, disminuye su opacidad, lo que permite apreciar las capas inferiores de la pintura con que se realizó el cuadro. O, en este caso, las canciones, cuyo submundo parece una serie de apuntes de los relatos de Arlt y Onetti.

A modo de ejemplo, allí están «Milonga del hombre común» («se olvidó que era un hombre/ hombre común/ se quitó la mochila/ de la virtud/ nunca se creyó un santo/ tampoco dios/ y se fue acostumbrando/ a tanto horror») y «Juan se derrumba» («Juan se derrumba de un balcón/ y siente que el mundo terminó/ y mientras cae a tierra/ recuerda que lo espera/ una muchacha que enredó/ pañuelos en su corazón»). Allí están «Tangueando» y la lograda «Puertos» que, en su capacidad de síntesis, casi podría ser el acápite de una tela de Benito Quinquela o Miguel Ángel Zalayeta.



Esa acrilírica se potencia aquí con los poemas musicalizados de Salvador Puig, Ida Vitale, Enrique Cadícamo y Miguel «Cristo» Olivera, así como con una versión del Tape Rubín («Viejo rey»). Pero también remarcan la idea del tango como una interminable aproximación, como una totalidad siempre provisional. La toma de conocimiento del tango es progresiva, en cuanto trae constantemente a la percepción nuevos aspectos del contexto de donde surge. Por eso la pléyade de textos y autores que configuran el repertorio que el timbre de Filgueiras desespectraliza a la hora de trazar los nuevos espaciotiempos urbanos. Por eso los silencios calculados en los arreglos de Alastra y Rodríguez, las voces –habladas y cantadas– en off que funcionan como un relato entrecortado a medida que transcurren los temas y subvierten el concepto de una totalidad tanguera contenida en un manojo de significaciones pretendidamente auténticas y universales. Malajunta parece decirnos que cuando escuchamos o rememoramos tango, vivimos en verdades parciales.

Quizás por eso es que Leopoldo Marechal afirmaba, en esa imponente novela que fue y será Megafón, una suerte de testamento estético y político, que «el tango es una posibilidad infinita». Quizás por eso es que Malajunta tituló, a través del bellísimo poema breve de Salvador Puig, «Tango infinito» a su más reciente entrega. Allí donde –en palabras de Ida Vitale– «sola, la pajarera gloria/ le da sentido, contra todo, al mundo».




«Tango infinito» (Perro Andaluz, 2020, Montevideo)
Producción artística: Jorge Alastra y Gerardo Alonso 
Arreglos de base: Jorge Alastra y Gerardo Alonso 
Arreglos de cuerdas y acordeones: Juan Rodríguez 
Producción ejecutiva: Adriana Filgueiras 
Arte y fotos: Mercedes Xavier 
Grabado, editado, mezclado y masterizado por Gerardo Alonso en 2019 y 2020 


MalaJunta: 
Voz, coros: Adriana Filgueiras 
Cellos, acordeón y bandoneón: Juan  Rodríguez 
Guitarras y coros: Jorge Alastra 


Músicos invitados: 
Batería: Miguel Romano 
Clarinetes: Fabián Pietrafesa 
Contrabajo, coros: Gerardo Alonso 
Coros: Javier Ventoso 
Recitado en Bailonga: Miguel Olivera 

Armenia!

Armenia en el Metropolitan Museum de New York
por Ana Arzoumanian


En el año 2011, a la ocasión de los veinte años de la independencia de la Tercera República de Armenia, el Centro Nacional del Libro de Francia organizó lo que se llamó «Armenia-Armenias. Tierra, diáspora y literaturas», una manifestación literaria que tenía como propuesta descubrir la historia, la identidad y el libro armenio. De manera que escritores armenios del mundo se daban cita en Francia con el fin de recorrerla, realizando una gira de lecturas y encuentros culturales.

Armenia-Armenias. Un guión y un plural para enunciar la metafísica de un nombre: el pueblo armenio, su fractura, su dispersión; la relación siempre trastocada entre territorio y nacionalidad. Un guión como marca frágil de identidad delinea una geografía subjetiva del espacio rediseñada desde los discursos sensibles. Un guión señala el tránsito, cierta «economía» entre los vivos y sus fantasmas, entre los restos fosilizados y la producción viva. ¿Cómo se pluraliza un nombre, a qué alude el numérico del nombre? ¿Podríamos, en todo caso, nombrarnos como la República de Armenias? Un modo de pensar esa metafísica de la relación es sostenernos en la idea de archipiélago. Una estética de ruptura y conexión (escrita en el guión) que se nombra a partir de un mar que ligaría una tierra separada en islas (archipiélago). El guión es vínculo, pero también ruptura de una filiación. Estudiando la condición de las Antillas, fue Édouard Glissant quien consideró útil tramar un pensamiento del archipiélago a partir de su propia experiencia de la postergación, colonización y esclavitud que consiente la práctica del desvío, reuniendo lo que está difuso en archipiélagos, reagrupando lo aislado.

Desde el 22 de septiembre hasta el 13 de enero del 2019 el Museo Metropolitano de New York presentó una exhibición bajo el nombre «Armenia!».


Cartelería de la muestra.

Antes de llevarlos por un recorrido virtual a través de las palabras que describirían las salas de la muestra, me detendré en el nombre (cómo no hacerlo). En este caso, a diferencia de aquella vez en Francia, el nombre está en singular, pero hay un signo de exclamación. ¿Qué exclama, y quién?

El signo de exclamación se usa para indicar sorpresa, asombro, súplica, mandato o deseo.

La puesta era un tránsito, una especie de peregrinaje por el arte medieval armenio. Desde la cima del monte Ararat como sede del Arca de Noé luego del Gran Diluvio, los armenios han desarrollado una tradición artística y cultural basada en su identificación como único pueblo cristiano. A fines del siglo XVI, la era medieval finalizaba con la diseminación de libros publicados en armenio en sus «diversas patrias». Los armenios fueron súbditos de distintos estados. Muchas veces sirvieron a otras naciones como soldados; otras, como legisladores. Los lores feudales armenios promovieron tanto la construcción de monasterios como la producción de arte y literatura. Los imperios romano, persa, bizantino y otomano fueron invadiendo el territorio de Armenia. Cada invasión dejó su marca en la producción artística. De manera que la exhibición fue una muestra de objetos sacros: libros, miniaturas, mapas, telas, tapices que revelan también devenires geográficos. Objetos de una (¿unas?) Armenia diseminada en Medio Oriente y el Cáucaso.


Anna A. Naghdalyan on Twitter

En uno de los exhibidores se encontraba un mapa de la Tierra Sagrada y su ruta desde Armenia. También restos arquitectónicos de los primeros centros cristianos armenios, capiteles del siglo V y VI esculpidos con la Virgen y el niño, fragmentos de columnas, un pórtico esculpido en madera a modo de un encaje de la iglesia de Surp Karabet de Mush del año 1212 (colección privada) y un jachkar o cruz tallada en piedra que simbolizaba un tipo de «escritura», una narración religiosa sobre la piedra. Desde el año 2010, los jachkar se suman a la lista del patrimonio intangible de la acervo cultural de la Unesco. Se podía observar un jachkar del siglo XII en tufa y en basalto, del monasterio de Havuts Tar y otro encontrado en una fortaleza de Lori al norte de Armenia, cerca de Georgia. Fue esculpido luego de la conquista mongólica del año 1238. También se exhiben fragmentos del jachkar de Tsakhkadzor en piedra dolomita y de Siunik hecho en tufa. Así como bajorrelieves en piedra del siglo X y en tufa del siglo XIII.

Se observaban joyas del siglo XI exhibidas en pedestales; aros con turquesas, brazaletes, collares, todas provenientes del Museo de Historia de Ereván. Tesoros de la localidad de Dvin, lugar donde se cruzaban las rutas comerciales de Iran y Asia Central y se encontraban con aquellos provenientes de Constantinopla, el Mediterráneo, Trebizonda y el Caúcaso Norte.


Anna A. Naghdalyan on Twitter

Se pudo ver impactantes elementos litúrgicos, tales como un atril de pie hecho en madera y cuero, también del siglo XI, incensarios de bronce, una cruz del altar o de procesión del siglo XII encontrada cerca de Aparán en el año 1951 de plata con adornos de ágata. La cruz del Rey Ashot II, el rey de Hierro, de fines del siglo IX, cruz de hierro ornamentada con piedras y cristal en una caja de plata y madera; se trata de un objeto cedido por la Santa Sede de Echmiadzin. Un relicario de la «Santa Cruz de los Vegetarianos» (Jotagherats) de la localidad de Siunik en plata dorada sobre madera con incrustaciones de perlas, cristales y piedras semi preciosas.

Y las joyas de los manuscritos cedidos por el Matenadarán, una colección que contiene traducciones de Aristóteles, Porfirio y Dionisio Thrax, o el Comentario sobre Isaías que se encuentra en el Patriarcado Armenio de Jerusalén del año 1299, proveniente de Cilicia; una Biblia del monasterio de Siunik del año 1318 y varios evangelios compuestos con elementos iconográficos diversos. Un compendio de crónicas proveniente de Tabriz, Irán, del año 1314 en forma de folios en témpera, oro y tinta sobre papel. Originalmente escrito en persa, es una de las historias ilustradas más importantes del mundo antiguo.

Llamaba la atención los objetos de la liturgia de Sis, un evangelio con tapa de plata y gemas, probablemente hecho en Homka en el año 1254. Los relicarios de San Nicolás. La iglesia armenia es conocida por su especial veneración al brazo derecho de su fundador: San Gregorio el Iluminador. El relicario de brazo más antiguo conocido es de Cilicia de plata, con piedras preciosas y filigranas.



A medida que avanzaba la muestra, se avanzaba en el tiempo y nos movíamos en la geografía. Desde la Edad Media, la Gran Armenia y su mundo medieval, con su expansión hacia occidente: el reino de Cilicia. Luego pasamos al contacto de Armenia con el mundo en el período moderno temprano (arte armenio en Constantinopla, Jerusalén, Julfa, Tabriz, Crimea, Italia); después, el arte armenio y las rutas comerciales, entre ellas, la ruta de la seda. Una «Tabula Chorographica Armenica» mapa considerado el segundo más antiguo en idioma armenio (el primero fue dibujado en Kaffa en el siglo XIV), cedida por la Biblioteca de Bologna. Estandartes religiosos del siglo XV provenientes de Ajtamar. Una cortina litúrgica del arte armenio de Jerusalén de la colección de Echmiadzin, cerámicas, cruces de procesión y vasijas. Un lienzo de altar en seda del año 1741 de Nueva Julfa bordado en oro y plata. De la zona del Lago Seván, un brazo -reliquia de fines del siglo XVII en plata y oro con piedras preciosas-, el brazo derecho de San Sahak Partev, católico de Armenia y último descendiente varón de la línea de San Gregorio el Iluminador. Una reliquia de la Santa Lanza en plata sobre marco de madera con piedras preciosas, lanza usada por el centurión romano Longino, uno de los elementos de la Pasión de Cristo. Una cruz relicario con las reliquias de San Jorge.

Realicé la visita junto con la escritora nicaragüense Eva Gasteazoro. Fue ella quien se detuvo en el relicario de la cruz de plata, esmeraldas, corales, cristal y oro, quien leyó el texto frente a esta cruz fascinante. Las reliquias pertenecían al cráneo de San Jorge y fueron obtenidas de manos de Kazar, «vartabed» de Erzurum. Ella fue quien llamó mi atención mostrándome el «konker», pañuelo litúrgico hecho en plata con oro sobre seda proveniente de Constantinopla del año 1651, o la capa eclesiástica del siglo XVII proveniente de Irán hecha en terciopelo con terminaciones en seda y metal.


Y luego llegamos a la cantidad de libros impresos, desde el Libro de los Viernes, cedido por la congregación a la Mekhitarista armenia de la Biblioteca de San Lázaro en Venecia e impreso en la misma Venecia en el año 1511; a la Biblia de Oskan, impresa en Ámsterdam, la primera biblia completa impresa en idioma armenio; al Libro de Historia de la Guerra Judía Contra los Romanos, escrito por Tito Flavio Josefo y que fue impreso en Echmiadzin en 1787. Y los mapas impresos en Constantinopla y en Ámsterdam. Este último es el primer mapa impreso en lengua armenia, del año 1695, perteneciente a una colección privada.


El signo de exclamación se usa para indicar sorpresa, asombro, súplica, mandato o deseo.

Asombro por el pasado; sorpresa por el legado del pasado. Súplica, mandato o deseo por mantener esa memoria. ¿Pero qué clase de memoria sería pasible de recordar lo interdicto? Invasiones, persecuciones, colonizaciones, genocidio. La exclamación, quizás, haga referencia a la sorpresa del acto de la memoria que debe interrogar una ausencia. Recordar aquello prohibido, anulado, aniquilado de ser recordado. Constatar la ausencia de una «historia del alma», al decir de Marc Nichanian tomada de un poema de Abraham Alikian publicado en París, luego de un exilio de cuarenta años en Moscú, luego de su imposibilidad de escribir en armenio occidental y de ser restringida su entrada a Armenia. Estamos frente a una historia de la humillación, del arrasamiento, pero también de la resistencia: una historia del alma que sólo podría ser contada por el arte.

El signo de exclamación es asombro por el pasado, súplica por la memoria, y esa súplica implica la tierra. La relación entre tiempo y espacio es bien conocida por los físicos. La clásica fórmula matemática que indica que el espacio es la velocidad por el tiempo nos habla de un recorrido físico que es a la vez temporal y espacial. De manera tal que la sorpresa por el pasado de un pueblo es también arrobo por el despliegue y la diseminación geográfica.

La muestra del Museo Metropolitano seguía en esos dos vectores, la mirada del tiempo y su memoria; pero también la observación de la multiplicidad de territorios, de intercambios, de «comercio» afectivo y de producción artística con otros pueblos dominantes o vecinos.

El renacimiento del Estado armenio (los veintisiete años de la Tercera República) luego de siglos de sometimiento tiene en la Edad Media su más próximo legado. Existió un estado soberano en el siglo XX que duró sólo dos años, el predecesor más próximo -y tan lejano- es el reino medieval. Por ello esta muestra no sólo es artística, de puesta en valor del acervo sacro, sino que también es política. Hay una (¿hay sólo una?) Armenia, heredera de la Armenia de la Edad Media.

A la cartografía de los cruces diseñada entre el Cáucaso y Medio Oriente habrá que agregar, en los próximos siglos, un mapa que sea la fotografía del alma armenia en sus intesecciones con Europa y América. Quizás el hecho de que esa muestra haya ocurrido en New York es parte del dibujo de un atlas que, bajo el nombre de Armenia, comprende otras lenguas, nuevas estéticas.





Ana Arzoumanian

Buenos Aires, 1962. Escritora, poeta y traductora argentina. Nieta de sobrevivientes del genocidio armenio, ha hecho de este acontecimiento histórico una de las constantes de su vasta producción que aborda tanto la poesía como la narrativa y el ensayo.

Labios (1993), Cuando todo acabe todo acabará (2008), El depósito humano: una geografía de la desaparición (2010), Káukasoso (2011), Mar Negro (2012), Hacer violencia. El régimen insurrecto en el arte (2014), Del vodka hecho con moras (2015), La Jesenská (2019), son algunos de sus títulos.

El reflorecimiento de los campos

Sobre la reedición de La frontera será como un tenue campo de manzanillas (Civiles Iletrados, 2020) de Elder Silva
por Sergio Schvarz


El siguiente texto es una breve presentación
del ensayo realizado por el autor de la nota.
Acceder aquí al ensayo completo


En setiembre de este año, la editorial Civiles Iletrados, que dirige el poeta Luis Pereira Severo, publicó la reedición de un libro fundamental en la poesía de Elder Silva: La frontera será como un tenue campo de manzanillas.

Su vasta trayectoria poética, incluye Líneas de fuego (1982), Cuadernos agrarios (1985), Un viejo asunto con el sol (1987), Fotonovela, canción de perdedores (1996), La cajera de Oxford y otros poemas de Amor (1999), Mal de ausencias (2002), Sachet (2009), Bar Bukowski (2012), Agua enjabonada (Poesía reunida, 1982-2012, publicada en 2013) y El reloj mide las horas donde tu boca falta (2014).

Conocí a Elder Silva en las vísperas de la elección de 1984, que daría paso a la democracia y al fin de la dictadura cívico-militar. Para la campaña electoral se había dispuesto una serie de lecturas poéticas, especialmente una en el costado de la escalinata de la Universidad de la República que, como suele suceder, se suspendió por lluvia cuando me iba a tocar debutar poéticamente. Luego lo volví a encontrar en el periódico La Hora, él desde la página cultural, de la cual fue el director, y yo haciendo prácticas de digitación, pero por cuestiones de horario casi no nos veíamos. Sin embargo, gracias a Macunaíma (como ya he contado en otra oportunidad) le acerqué una serie de poemas y Elder Silva decidió publicar uno (Encuentros en la esquina), que fue mi primer poema publicado.


Poetry Slam Mundial Poético! Copa Elder Silva. Octubre 2017. Fotografía: Paola Scagliotti

Con el cierre del diario La Hora, y la asunción de Lacalle Herrera, las posibilidades laborales menguaron ostensiblemente hasta el punto que decidí exiliarme en México, exilio que duró cinco años. A la vuelta, no fue sino hasta el año 2001 en que volví a encontrarlo, a raíz de un encuentro poético que se hizo en la ciudad de Rivera, más precisamente el 21 de noviembre (y que contó con las ponencias de Jorge Arbeleche y de Elder Silva sobre la presentación de su obra; la de Enrique Lorenzo sobre Didáctica de la literatura uruguaya, la de Helena Corbellini sobre la Narrativa contemporánea: Carlos Liscano y Henry Trujillo, y la de Gerardo Ciancio sobre Poesía contemporánea uruguaya). En dicho encuentro se leyeron poemas de integrantes del taller literario DE.LI.R, así como de Jorge Arbeleche, cuya poesía tiene una solidez mayúscula, y Elder Silva, vestido de bufón, irradiando total simpatía y comprándose al público desde sus primeras evoluciones. También fue mi debut leyendo varios poemas que tuvieron buena acogida y una felicitación personal —un apretado abrazo— de Elder Silva.

Además, Elder Silva fue un gran gestor cultural, desempeñándose como director del Centro Cultural “Florencio Sánchez” de la Villa del Cerro, desde el 2001, donde su labor en dicho centro cultural fue muy importante, ya que es un centro cultural que ha permitido a muchos artistas, tanto locales como nacionales, dar sus primeros pasos y, en otros casos, ha formado parte de la trayectoria de conocidos artistas: pintores, fotógrafos, músicos y actores.

Nacido en Colonia Lavalleja, en 1955, este 13 de noviembre se cumplirán 65 de su nacimiento.




La frontera del recuerdo

La poesía de Silva toca distintos aspectos de lo cotidiano, de su autobiografía, con una retórica que se presenta descarnada, despojada de artificios, engañosamente simple. La postulación de un discurso poético transparente es en sí misma una máscara que en vez de ocultar nos muestra otra cosa que está allí, debajo del texto y que el texto descubre: la poesía.


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Este poemario gira en torno al recuerdo, sobre todo de su ciudad natal, a la que una y otra vez vuelve, incluso desde el extrañamiento que provoca su llegada para quienes fueron sus compañeros de escuela y de quienes nunca se movieron del pueblo, como diciéndonos, de alguna manera, que al partir del lugar donde uno nació, ya se ha abandonado ese punto de partida. Ese exilio es total y permanente, por cuanto por más que vuelva el lugar ya es otro, y uno mismo, también ya es otro, aunque sea el mismo. Cualquiera que haya vivido en un pueblo del interior, como Pueblo Lavalleja o Colonia Lavalleja en el departamento de Salto sabe bien lo que es la nada. Esa nada en la que los tarumanes envejecen «sitiados por perros vagabundos», o entre esas sombras «que escarban/ estos pedregales», o, más aún, entre «la calle que se extiende/ y mira hacia donde nadie regresa todavía».


Y en ese pueblo natal, vértice sobre el que gira el poemario entero, todo, como es natural, sigue igual, como si no hubiera pasado el tiempo, y la memoria es un «suavísimo humo» que da señales pero que también se diluye en el viento.

Entre los recuerdos estará el del primer beso, el recuerdo de su padre y su madre, la infancia, y ni qué hablar de los recuerdos amorosos, «pretexto apenas,/ un signo del fracaso». Porque de éxitos y fracasos amorosos está compuesta la existencia de un poeta, y más en este (tan enamoradizo), que nombra las cosas de la tierra y del aire, el perfil de la naturaleza, que se compone, precisamente, de la palabra amor y de su reverso: el desamor, «como ese polvo que nos invade a veces/ en las tardes de inmensas ventoleras». Y allí estará la amada que iba y venía, «siempre intacta» y que era capaz de dejar que corriera el agua «por los lugares recién amados», bajo la ducha purificante. Y habrá también unas benditas sugerencias, «para llevar minifalda» que es cosa seria, porque tendrán que ser piernas adecuadas las que luzcan por entero, sin vellos, broncíneas («No hay nada más antiestético —antipoético, se diría— que unas piernas absolutamente blancas»).

Los pájaros y el canto de los pájaros recorren la obra, incluso desde un portugués tan común a la zona norte, de la frontera: «Louvados sejam as cores/ os pássaros coloridos na ventania,/ nas manhãs azuis/ de Pueblo Lavalleja».

También hay una serie de sentencias populares, con las que dialoga insistentemente, como cruzar un arroyo crecido con la hoja de un cuchillo «atravesada entre los dientes», o la prohibición de que una embarazada corte una rama del cedrón porque se seca, o bien las tormentas que se cortan «con una cruz de sal», o los rayos cortados «con guampa quemada», y la definitiva de no acostarse con una mujer de ojos azules «si nunca se ha tenido entre las manos/ el cielo que al amanecer/ espera en el espejo suave de los tajamares».


Fotografía Ileana Silva.

Elder juega con el tiempo (¿o el tiempo juega con él?), de tal forma que lo que viene, el futuro, puede ser algo que ya pasó, porque lo que pasó es, sin duda, lo que se quisiera que volviera a pasar, siempre. Así, si «intento pensar en el futuro/ en las noches quemadas», esas noches son parte del pasado, pero también del futuro (y eventualmente del presente en que se escribe el poema). Ya hemos dicho que en el Norte el portugués (el brasilero y su mezcla, el portuñol) es un segundo idioma y, a veces, el primero. Para el poeta, el uso del portugués (el brasilero) es un soplo de aire que le trae otros recuerdos, de su infancia y adolescencia, y se apoya en ese uso para traerlos a la memoria.

Las Postales norteñas recuperan un instante fugaz que de otra manera sería olvido, y que tienen, además, cierta belleza pictórica y una utilidad práctica o pictógrafa. Estas postales se guardan en un rincón del recuerdo, la memoria, para que no se olviden (para que no olvidemos su existencia), nos cuenta, en breves líneas, un universo paralelo y fugaz pero detenido, como ámbar, en el tiempo, y nos adorna el sentimiento, si es eso posible.Y, no pueden faltar los niños jugando, porque aunque al mundo le sobran guerras y harta hambre, los niños seguirán llegando al Cielo (piedras, Rayuela), o jugando «en los chilcales/ a pesar del viento». Y el viento es otra constante en su poesía. Es un viento lleno de cometas, pero también, furioso, echa por tierra nidos y casas, así como hace volar cientos o miles de panaderos «en el atardecer de marzo». Porque en Elder Silva la naturaleza está siempre presente, quizá como una manera de demostrarnos que nos debemos a las fuerzas naturales. Son ellas las que nos imprimen su huella en nuestros sentimientos.

Hay varias referencias a otros poetas, escritores o cantantes, que nos muestra el mundo en que se apoya Elder para su poesía (y para su vida), empezando por el amigo Benavides, Ernesto Cardenal, Nicolás Guillén, Abbas Kiarostami, Violeta Parra, Caetano Veloso, Ferreira Gular, Oswald de Andrade, Manzanero, José Asunción Silva, Horacio Quiroga, Li Po, José Coronel Utrecho, Cesare Pavese, Julio Herrera y Reissig y, más acá Laura Wittner y Rosario Peyroú.

Y por último lo importante en esta obra es la frontera, el concepto de frontera. Esta es impalpable, lo de uno y otro lado es lo mismo, y sin embargo distinto, pero, claro, eso que no existe, de alguna manera vive. Por cierto, al poema no lo detiene la aduana, lo mismo que a nuestras ideas y pensamientos, pareciera decirnos, desde y para la eternidad, Elder Silva.


(La frontera será como un tenue campo de manzanillas, de Elder Silva, Civiles Iletrados editores, 4ª edición, setiembre de 2020, Montevideo, 106 páginas)



Sergio Schvarz Castro

Montevideo, 1965. Es poeta, escritor y periodista cultural. Colabora en medios digitales nacionales (La Onda Digital, Granizo.uy) y del extranjero (Revista Crítica de Chile, Asociación Cultural Retratos Abiertos de Perú) y con el Semanario Sol y Luna (Salto) desde 2016.

Escribe poesía desde la adolescencia, participando de un taller literario en la Biblioteca Nac. de México. Trabaja en el desaparecido diario El Día (México), entre 1990-1995 y en el diario El Universal. Participa del taller literario de la poeta Suny Brandi (1997-1998) y luego integra dos libros colectivos (Espigas Literarias I y II) con poesía y cuento. En 2006 y 2007 edita un suplemento cultural (La Sierra Cultural) en el diario La Unión (Minas) y posteriormente es encargado de su edición diaria y una columna de opinión. Vive en la ciudad de Tranqueras (Rivera). Continúa publicando poesía y prosa.

El reflorecimiento de los campos*

Sobre la reedición de La frontera será como un tenue campo de manzanillas (Civiles Iletrados, 2020) de Elder Silva
por Sergio Schvarz


*ENSAYO COMPLETO


Prefacio a modo de introducción

A mitad de octubre recibí, por correo, una serie de libros de poesía publicados por la editorial Civiles Iletrados. Mi sorpresa fue mayúscula cuando entre esos libros estaba la reedición de un libro fundamental en la poética de Elder Silva, y se me dispararon los recuerdos. Antes que se ahuyenten, quiero dejarlos por escrito, y luego comentar sus versos, más desde la emoción antes que del razonamiento, aunque algo de esto esté también.

Conocí a Elder Silva en las vísperas de la elección de 1984, que daría paso a la democracia y al fin de la dictadura cívico-militar. Para la campaña electoral se había dispuesto una serie de lecturas poéticas, especialmente una en el costado de la escalinata de la Universidad de la República que, como suele suceder, se suspendió por lluvia cuando me iba a tocar debutar poéticamente.

Luego lo volví a encontrar en el periódico La Hora, él desde la página cultural, de la cual fue el director, y yo haciendo prácticas de digitación, pero por cuestiones de horario casi no nos veíamos. Sin embargo, gracias a Macunaíma (como ya he contado en otra oportunidad) le acerqué una serie de poemas y Elder Silva decidió publicar uno (Encuentros en la esquina), que fue mi primer poema publicado.

Con el cierre del diario La Hora, y la asunción de Lacalle Herrera, las posibilidades laborales menguaron ostensiblemente hasta el punto que decidí exiliarme en México, exilio que duró cinco años. A la vuelta, no fue sino hasta el año 2001 en que volví a encontrarlo, a raíz de un encuentro poético que se hizo en la ciudad de Rivera, más precisamente el 21 de noviembre (y que contó con las ponencias de Jorge Arbeleche y de Elder Silva sobre la presentación de su obra; la de Enrique Lorenzo sobre Didáctica de la literatura uruguaya, la de Helena Corbellini sobre la Narrativa contemporánea: Carlos Liscano y Henry Trujillo, y la de Gerardo Ciancio sobre Poesía contemporánea uruguaya).

En dicho encuentro se leyeron poemas de integrantes del taller literario DE.LI.R, así como de Jorge Arbeleche, cuya poesía tiene una solidez mayúscula, y Elder Silva, vestido de bufón, irradiando total simpatía y comprándose al público desde sus primeras evoluciones. También fue mi debut leyendo varios poemas que tuvieron buena acogida y una felicitación personal —un apretado abrazo— de Elder Silva.


Importancia de Elder en la gestión cultural

Sin desatender su vasta trayectoria poética, que incluye Líneas de fuego (1982), Cuadernos agrarios (1985), Un viejo asunto con el sol (1987), Fotonovela, canción de perdedores (1996), La cajera de Oxford y otros poemas de Amor (1999), Mal de ausencias (2002), Sachet (2009), Bar Bukowski (2012), Agua enjabonada (Poesía reunida, 1982-2012, publicada en 2013) y El reloj mide las horas donde tu boca falta (2014), (a estas publicaciones debo agregar Cartas de Pueblo Lavalleja, realizado por Maitinga Ediciones, Salto, 1995, que en realidad formará parte de Mal de ausencias, pero que fueron publicados en forma independiente, y si lo destaco aquí es porque el mismo Elder me lo obsequió), Elder Silva fue un gran gestor cultural, desempeñándose como director del Centro Cultural «Florencio Sánchez» de la Villa del Cerro, desde el 2001.

La labor de Elder Silva en dicho centro cultural fue fundamental, ya que es el único centro cultural que tuvo y tiene el Cerro y ha permitido a muchos artistas, tanto locales como nacionales, dar sus primeros pasos, o en otros casos, formar parte de la trayectoria de los/as más conocidos pintores, fotógrafos, músicos y actores. Elder mismo decía que «desde el principio entendimos que la misión del Florencio era tener una oferta cultural con espectáculos locales y nacionales y extranjeros», siendo la clave «el diálogo entre lo que se produce acá y va emergiendo con características importantes, con lo que sucede en el resto del país y en otras partes del mundo» (Virginia Martínez, http://municipioa.montevideo.gub.uy/el-florencio-una-identidad-cerrense, 2016).


I. La poesía como planta carnívora

Si bien la poesía no debe explicarse, sino sentirse y eventualmente disfrutarse, haré algunos comentarios sobre lo que me provoca su lectura, comenzando desde una tarde con una sensación térmica de 35 grados Celsius, y que su lectura nos deja semiinconscientes, como cual «mormazo», en este caso poético.

La poesía de Silva —según Alejandro Gortázar, profesor e investigador de teoría literaria y literatura latinoamericana en la Universidad de la República— se centra en distintos aspectos de lo cotidiano, de su autobiografía, con una retórica que se presenta descarnada, despojada de artificios, engañosamente simple. La postulación de un discurso poético transparente es en sí misma una máscara. Esa máscara —agrego yo— en vez de ocultar nos muestra otra cosa que está allí, debajo del texto pero que sin embargo el texto descubre. Y ese descubrimiento es, en sí mismo, la poesía.

Lo desplazado de lo poético, y lo que se incluye, parecen ser dos caras de la misma moneda, de la misma manera que lo poético es recurso estilístico para transmitir emociones y sentimientos.

Lo importante en esta obra es la frontera, el concepto de frontera. Esta es impalpable, lo de uno y otro lado es lo mismo, y sin embargo distinto, pero, claro, eso que no existe, de alguna manera vive. Por cierto, al poema no lo detiene la aduana, lo mismo que a nuestras ideas y pensamientos, pareciera decirnos, desde y para la eternidad, Elder Silva.


Poema a poema como verso a verso

Iré tras tus pasos, hermosa, sin mirar atrás. Seré capaz de dejar y hasta de olvidar el libro de Macedonio Fernández para ir tras de ti, «por un silencioso campo de nomeolvides». Digamos, para que no me olvides. Y ese primer poema, como una introducción al poemario, nos indica el camino que habrá de recorrer.

Los pájaros y el canto de los pájaros recorren la obra, acá en la referencia del director de cine, guionista, productor, fotógrafo y poeta iraní Abbas Kiarostami, cuya poesía está hecha al modo de haiku, porque el canto de los pájaros, cuando es breve (y repetitivo) parece un haiku, pero además «da la vuelta al mundo, al sol, al sistema planetario» como algunas veces/ —pocas, muy pocas—/ también le sucede a la poesía».

La imagen se detiene, al igual que en una fotografía: congelamiento. Si bien esta da pie para el poema, el poema es, también, una fotografía (y acá las dos caras, el anverso y el reverso de lo mismo: el poema). En blanco y negro: «El tropero parece no decidirse y espera./ Los jejenes esperan suspendidos sobre el agua./ El aire surge turbio en la copia en blanco y negro». Pero también Elder Silva rescata lo que está más allá de la fotografía, más allá del poema, lo otro, el ambiente en que se construye el poema y en el que se descontruye la foto: «Desde la frontera llega un viento áspero/ como una milonga de ojos dorados», referencia ineludible a Zitarrosa, cuya letra va tras la muchacha «que la quiero de veras», y de la que, algún día, «Ella sentirá el latido/ del amor que una vez le pedí». Eso es lo que está debajo del poema, como si estuviera escrito con tinta invisible.

Un intenso realismo, desde la referencia al movimiento del neorrealismo, surge tras una imagen que se desborda desde un boliche en Bella Unión (punto final del lado de acá de la frontera). Y la imagen es tan simple como la de un gorrión «revolviendo/ en el polvo de la calle» y «un hombre muy viejo/ en una bicicleta amarillenta». La radio, que absurdamente lo invita, o intenta convencerlo de que «es mejor/ ahorrar en dólares y abrir cuentas a plazo fijo», está lejos, muy lejos, de la realidad del mundo real, natural, es decir ese gorrión y ese hombre viejo que el poeta mira «desde mi vaso de ginebra/ apenas con una sonrisa desleída». Habrá que apurar el trago para aclarar la vista, o la garganta.

Para empezar haremos bien en ubicarnos en la época determinada a que hace referencia el poema, en el año preciso de 2003 de la guerra de Afganistán, Irak y las perpetuas escaramuzas palestino-israelíes (un David de piedras contra el Goliat tecnológico), en esas guerras publicitadas, mientras uno puede tomar una cerveza bien fría, en vivo y en directo. Entonces la sorpresa será el canto de un gallo, cuando «No hay nada más que hacer/ en los caseríos cercanos a Islamabad», o la incesante caída de scuds sobre Kabul y el eterno «No hay nada que hacer en Gaza», porque cada vez hay menos todo, menos tierra, menos casas y, sobre todo, menos paz. Y, además, la sorpresa estará instalada en «que otro gallo responda, en apariencia/ con la misma fe», esa fe «como si de veras fuera a amanecer» y no ese atardecer apocalíptico que anuncian las grandes cadenas televisivas que incluyen, por supuesto, descuentos de última hora. Es la naturaleza, terca, del reino animal, tan ajeno a la conciencia. Y la conciencia, terca también, de que el lucro es parte intrínseca de la guerra.

Elder juega con el tiempo (¿o el tiempo juega con él?), de tal forma que lo que viene, el futuro, puede ser algo que ya pasó, porque lo que pasó es, sin duda, lo que se quisiera que volviera a pasar, siempre. Así, si «intento pensar en el futuro/ en las noches quemadas», esas noches son parte del pasado, pero también del futuro (y eventualmente del presente en que se escribe el poema). Serán las mariposas, sin embargo, estrellándose en el parabrisas del ómnibus que lo lleva, de vuelta, a la ciudad. Y esa muerte súbita (como súbito fue su ACV que al final lo llevó al reino de las mariposas, de esas mariposas, las del poema) lo devolverá a su novia, a los besos que se daban, «aturdidos por el sol de entonces» (y que ya no es el mismo, siguiendo a la dialéctica democritana), «con el viento en la cara». Y esos besos eran refrescantes y eran todo el amor, a pesar de las mariposas estampadas «a la altura del pueblo Celeste», y lo celestial, nuevamente, a mitad de camino entre los ángeles —como esa novia de antaño— y el futuro de las noches quemadas o de las mariposas destrozadas «entre el parabrisas», como si lo hicieran a propósito, cegadas por alguna especie de amor malsano e irreversible.

Cualquiera que haya vivido en un pueblo del interior, como Pueblo Lavalleja o Colonia Lavalleja en el departamento de Salto (en realidad la Colonia Lavalleja tiene orígenes en la colonia agrícola de igual nombre y que hoy comprende las localidades de Migliaro, Lluveras, Las Flores, Los Díaz y Las Moras, así como sus áreas rurales más próximas. Existe además la denominación Pueblo Lavalleja que legalmente incluye a las originales localidades de Lluveras y Migliaro, pero que habitualmente suele referir a la localidad de Migliaro), de donde es originario el poeta, sabe bien lo que es la nada. Esa nada en la que los tarumanes envejecen «sitiados por perros vagabundos», o entre esas sombras «que escarban/ estos pedregales», o, más aún, entre «la calle que se extiende/ y mira hacia donde nadie regresa todavía». Sin embargo, ese todavía da oportunidad a que el poeta regrese, al menos para continuar una vida que «sola, se disuelve…».

Esa nada, que sin embargo se filtra entre «la ropa secándose en el alambre», se transforma en viento (y el viento es un elemento preponderante en su obra), que es «como una bandera sin aliento/ entre las sábanas». Allí habrá un molino sin rueda, por la que el viento no hará que cumpla su función, mera ruina, o un caballo «que sueña con que todos se han ido para siempre», y eso nos da la imagen de lo muerto que está cualquier pueblito del interior, donde la luna sale «por el lado de las anacahuitas» y baña de luz («gasta sus hálitos de luz») «por los pedregales del camino».

La enumeración de esas cosas que ya no sirven para nada (el molino sin rueda, la casa escorada, inclinada, hacia el oeste —y que nos sugiere que ha sucumbido a los vientos del este, que traen la lluvia, las tormentas y aguaceros), pero que alguna vez cumplieron su función, nos habla del paso del tiempo, de la inutilidad de todo, hasta el punto de que lo más importante puede ser una mosca que se debate «entre los hilos de una tela de araña», porque no hay nada más para ver (ni para saber), no cuenta la macroeconomía, ni el equilibrio fiscal (ni lo contrario, ahora que está de moda), «no hay nada global» en esa aldea, pueblo, villa o lo que sea llamada Mataperros. Lo único que hay, y eso es todo, es un «cero a la izquierda». Por tanto, si existe o deja de existir, es lo mismo. Lástima bandoneón.

La poesía, muchas veces es recuerdo, y exhibe sentencias que suponemos extraídas de la experiencia. Así el poeta recordará al marido de su madre que mató una culebra con un palo, «como en Sensemayá» (aunque en el poema de Nicolás Guillén la culebra se enreda en un palo y la única manera de matarla es con un hacha), pero no lo haría nunca con un rebenque porque «cuando castigue al caballo, este se secará/ y también se morirá de a poco». Hay aquí una narrativa —poética— en ese discurso poético (hablamos de Reincidencia en la tierra que, por si fuera poco, nos remite, por aproximación, a Residencia en la tierra, de Neruda e incluso el tema tiene similitudes, por cuanto tanto allí como aquí es la naturaleza el objeto poético, aunque en relación con el hombre). Otras sentencias incluyen la prohibición del tránsito de «ninguna mujer en período menstrual» entre los tablones de maíz, «ni en las melgas de boneatos o por los camellones del zapallar», porque «sobrevendría la lagarta o el pulgón/ y acabaría todo» (¿todo, realmente todo?). Hay otros ejemplos de sabiduría popular, nunca demostrada del todo, como cruzar un arroyo crecido con la hoja de un cuchillo «atravesada entre los dientes», o la prohibición de que una embarazada corte una rama del cedrón porque se seca, o bien las tormentas que se cortan «con una cruz de sal», o los rayos cortados «con guampa quemada», y la definitiva de no acostarse con una mujer de ojos azules «si nunca se ha tenido entre las manos/ el cielo que al amanecer/ espera en el espejo suave de los tajamares».

El encuentro amoroso —y su reverso: el desencuentro amoroso— está presente en el dibujo de un espinero, «pretexto apenas,/ un signo del fracaso». Porque de éxitos y fracasos amorosos está compuesta la existencia de un poeta, y más en este (tan enamoradizo), que nombra las cosas de la tierra y del aire, el perfil de la naturaleza, que se compone, precisamente, de la palabra amor y de su reverso: el desamor, «como ese polvo que nos invade a veces/ en las tardes de inmensas ventoleras».


II. Los días otros

Entre la resaca de anoche y las resecas calles de Pueblo Lavalleja, hay, apenas, una breve distancia: la de la invitación denegada. Porque el único destino del poeta, que tiene, también, como todo el mundo, sus días malos (o sus días otros), «sería ver morir la tarde». Porque, se sabe, luego vendrá la noche, esa oportuna muerte renovada que incluye, claro está, la resurrección de los justos.

Este Pueblo Lavalleja, al estar situado en la zona norte del país tiene una cercanía cierta con la frontera brasilera y, por tanto, sus mercaderías llegan al pueblo (y siguen de largo hacia el resto de los puntos cardinales). Pero lo que ancla allí, y camina algunas decenas de kilómetros más hacia el sur, es el idioma, la lengua abrasilerada e incluso mezclada en el portuñol. Elder Silva recupera (en Luz reconocida, así como en otros poemas escritos totalmente en portugués) su voz, su cadencia, su ritmo, su religiosidad. «Louvados sejam as cores/ os pássaros coloridos na ventania,/ nas manhãs azuis/ de Pueblo Lavalleja». Y allí está el color de la naturaleza, el recuerdo de sus abuelos (avos), las luces que «alumbran el aire en las noches de verano», y también ciertos ruidos: «los ruidos de los huesos de mi padre/ (que) me iluminan el mundo». Es, nuevamente, el recuerdo, esta vez desde esa voz extranjera y sin embargo tan suya y en cierta medida tan nuestra, por lo menos desde el río Negro «hacia arriba».

Y para renovar el recuerdo, el poeta (re) visita su lugar, es decir aquel donde vivió con su madre, su escuela y los caminos que, de tan conocidos, siguen igual, copia fiel de sus sueños. Extraña e impensadamente, desde las ventanillas del ómnibus local, blanco como un fantasma, «asoman cabezas conocidas/ antiguos compañeros de la escuela,/ que se extrañan de verme…», «como si no me correspondiera más ese lugar, ese diminuto regazo en el planeta». Porque si bien el camino es, parafraseando a Zitarrosa, pa´l que viene y pa´l que va, Elder nos parece decir que el lugar de uno es mientras se viva allí, y que si uno lo ha abandonado, ya no hay ningún derecho de posesión. Esto, evidentemente, es una triste comprobación de que ya no hay vuelta atrás para algunas cosas.

Un caballo es un caballo, no hay dudas. Pero el caballo de su padre es único, tan único que es capaz de masticar el sol «entre los pastos», o comer «las pobrecitas flores del tero/ que asoman en la hierba», o poner en duda «el bostezo del mediodía/ cayéndose sobre su propia sombra» (la sombra del caballo). Y por último, «el caballo de mi padre/ se alimenta de poesía», de esta, también única y verdadera.

Pero en ese pueblo natal, vértice sobre el que gira el poemario entero, todo, como es natural, sigue igual (ya lo hemos dicho), parece no haber pasado el tiempo y la memoria es un «suavísimo humo». El poeta está de paso, ahora. Pero como todo está como detenido en el tiempo, pensará que en realidad «jamás me he ido/ de este pueblo:/ conheço meu lugar». Y claro que lo conoce, es este Pueblo Lavalleja, su ombligo del mundo, donde se detiene su corazón, aquí están sus raíces, pero, aunque no lo dice el poema y sin embargo es lo que está debajo del agua, tras la punta del iceberg que asoma, sus pasos ya lo están llevando a otro lado, allí donde el tiempo aún tiene futuro y no simplemente un pasado reconocible y predecible.

En Epitafio para Coco Soria, mi padre, nos dará todas las versiones de un hombre que ha sabido andar y desandar sobre sus pasos, sortear fronteras y borracheras, andar a caballo por caminos y abras de monte, pero quizá su desgracia es que sus cuatro hijos «se fueron al sur», y no siguieron sus pasos. Tal vez por eso quienes lo recuerdan a menudo son «los troperos,/ los contrabandistas,/ los domadores ebrios,/ los que antes cosechaban girasol/ y ahora duermen al sereno en las cunetas/ un acordeonista ciego que soñaba despierto/ y el verano», ese verano que en el norte nos hace pensar en un enorme e inaccesible desierto. Así, el poeta, sediento, abreva en el recuerdo de su padre para poder reencontrarse, o al menos fundirse en ese mundo perdido que alguna vez también fue el suyo.


III. Los otros recuerdos

En esta parte del poemario habrá recuerdos de otro tipo, amatorios, neomilitantes, posmodernos, me animaría a decir recuerdos kafkianos o del absurdo. Las cosas cotidianas apenas alteran «los partes del día» (como si estuviéramos en una trinchera), o no perturban el silencio en el que «Ileana y sus juguetes duermen», o se entretienen en el pequeño caos en el que reina el «desorden de tus piernas». Pero también, detrás de las líneas enemigas nada quitará «de tus ojos esa larga impaciencia/ por la vida nueva». Porque detrás de lo que ha dejado está lo por venir (el porvenir), ese mundo luminoso donde reinan las azafatas (aeromozas) de Aeroflot, las oleadas bronceadoras del Mar Negro y las sesudas charlas del Komsomol.

Y allí estará la amada que iba y venía, «siempre intacta» y que era capaz de dejar que corriera el agua «por los lugares recién amados», bajo la ducha purificante. Y habrá también unas benditas sugerencias, «para llevar minifalda» que es cosa seria, porque tendrán que ser piernas adecuadas las que luzcan por entero, sin vellos, broncíneas («No hay nada más antiestético —antipoético, se diría— que unas piernas absolutamente blancas») y además deberá cuidarse de los poetas que descubrirán o te harán descubrir y se publicarán, lenguaslargas, tus señas particulares, esas, las tan amadas.

Pero si se han de separar, distanciamientos del orden de las cosas terrenales, disputas o desencuentros, siguiendo a Cardenal, ese gran poeta de Solentiname, ninguno de ellos valdrá tanto, sino más bien tan poco, como para causar «más pánico que la quiebra de un banco» (y que lo digan quienes debieron suicidarse tras las quiebras del 2002 —Banco Comercial, La Caja Obrera, el Banco Montevideo y el Banco de Crédito— gracias a los Peirano y Rohm, entre otros). Y luego vendrá un verano, como la muerte de los ojos a lo Pavese, aquellos en los que trabajar cansa, y parafraseándolo, ese verano traerá «el olor de los cigarros que fumabas» o «las flores de tu piel». Porque, en definitiva, «vendrá el verano/ Y tendrá tus ojos», esos ojos azules «donde tampoco encontraré consuelo».

Y por último, la luz de la luna, que tiene un color lánguido, melancólico, hará emocionar al poeta, le hará darse cuenta que ya no hay retorno posible, y que nadie dará gracias a la vida, como hizo Violeta Parra, por ejemplo. Porque más allá que le haya dado tanto, ya nunca «miraremos juntos/ el paso de los jets en la noche,/ de los satélites espías, ni el último adiós de las estrellas».


IV. De aquí, de allá, de todas partes

Ya hemos dicho que en el Norte el portugués (el brasilero y su mezcla) es un segundo idioma y, a veces, el primero. Es decir, ante quien ostensiblemente sólo habla español (castellano, propiamente, con los giros uruguayos), los hablantes del Norte pueden hablar de la misma forma para entenderse y ser entendidos, pero, pícaros, y un poco burlones, varios norteños utilizarán el portuñol para ver la cara de interrogación del otro. Para el poeta, en cambio, el uso del portugués (el brasilero) es un soplo de aire que le trae otros recuerdos, recuerdos musicales de Caetano Veloso y la Bahía de Guanabara, que escucharlo es «o cego amor dum cego», es decir, todo oídos, y su música traerá la luz en la hora en que en el cielo montevideano «nenhum astro a brilhar». No podrá desestimar, sin embargo, «O péssimo cheiro desta cidade», sobre todo cuando ella, la amada, no está, y nada, «coisa alguna», puede hacer para comenzar, siquiera, un poema solidario con dicha ciudad. Ni qué decir de José Ribamar Ferreira, conocido como Ferreira Gullar, poeta (y comunista), creador del movimiento «neo-concreto», muerto en 2016, y que viene a colación por el cielo oscuro, más o menos claro, como comienza, en la gradación, su Poema Sujo, el más conocido de sus poemas, donde el pasaje del tiempo se da acá entre los lugares nombrados (São Luiz do Maranhão, «Serras das Pedras, alem do Marco de Masoller,/ e do Cerro do Marco,/ do Povo dos Oliveiras, no Salto…»), y que establecen una constante entre el presente y el pasado.

Pero también hay espacio, un espacio en suspensión, entre el presente y el futuro, mientras viaja hacia Lima, mientras «meu corpo vai esquecendo o corpo», es decir, mientras él va saliendo de su propio cuerpo y pasa a ser, apenas, un pasajero en tránsito mientras la azafata que «não é deste mundo» sirve café.


V. Lo que está en el reverso de las postales

Una postal recuperará un instante fugaz que de otra manera sería olvido. Un olvido permanente. Una postal tiene, además, cierta belleza pictórica y, encima, una utilidad que va desde servir como carta, sean breves sus líneas, o como pequeño cuadro, pictógrafos de biblioteca, adornos de lo extranjero. Estas Postales norteñas vienen con todo eso junto: se guardan en un rincón del recuerdo, la memoria, para que no se olviden (para que no olvidemos su existencia), nos cuenta, en breves líneas, un universo paralelo y fugaz pero detenido, como ámbar, en el tiempo, y nos adorna el sentimiento, si es eso posible, nos arranca una sonrisa, una nota melancólica, una verdad grande como un poema de Oswald de Andrade (ese modernista brasileño que como símbolo de la nueva poesía brasileña señaló al «palo Brasil», impulsor de una estética primitivista, que revalora la tradición cultural) o, ¿por qué no?, alguna mentira piadosa como el gorrión que duerme «como arrepentido» «sobre los 220 voltios/ del cable del alambrado». Porque miren si un gorrión se va a arrepentir.

Entonces, en orden, habrá niños jugando, porque aunque al mundo le sobran guerras y harta hambre, pletórico de muertos y murientes, los niños seguirán llegando al Cielo (piedras, Rayuela), o jugando «en los chilcales/ a pesar del viento». Y ese mismo viento anida en las pandorgas (cometas, barriletes) y en la ropa extendida «en el atardecer de marzo», y en los panaderos volando, y luego pasa entre la multitud de cosas que hay tiradas en los campos, detrás de las casas: chapas herrumbradas (que ha debido arruinar algún fuerte viento), plásticos sucios, «una estiba enorme» de botellas vacías de caña, brasilera, por supuesto. También habrá garzas en vuelo, y la naturaleza se adueñará de la postal, y la reflejará con el azul inmenso «de aquí de la frontera», como si sólo pudiera ser de allí, el camión cargado de naranjas, con el color de la llama, fulgurante, la vieja estación, las mariposas del camino que hacen la tarde, esa tarde «de tu despedida/ (que) me hace pensar en otro mundo». Y gorriones, churrinches «rojo Pepsi», mundo derruido, restos «de la cabina de un camión», matas de tártago, nomeolvides… Y luego la postal del almacén, con toda la importancia por ser uno de los centros del pueblo, como lo son la iglesia, la comisaría, o la escuela, y los recuerdos que se agolpan en torno a esos lugares. Y, sobre todo, el recuerdo (recordis: pasar por el corazón) de las manzanillas, que nos remiten al título, y cuyo recuerdo, preciso, «se aparece ahora molido entre mis ojos» y la inevitable referencia a Manzanero, «la famosa tarde en que vio llover» desde «la vieja radio Sony del abuelo». Pero las manzanillas son, también, «como un narcótico», y los campos de marcela «perfumando el aire como un sobresalto» (como un libro de la poeta Laura Wittner «que llega en el correo, puntual hilo con el resto del mundo»).

Y además, y por último, el miedo, que se trasluce desde el revólver 38 largo «que lleva/ mi padre a la cintura», o el miedo que llega desde el cielo, el mismo en el que pasa un avión y el mismo que derriba el nido del benteveo, la ventolera, la fría y veloz turbonada por la que «Eu estou sempre em perigo».


VI. Yo te muestro, tú te muestras

En esta última parte, Elder Silva anota algunas muestras. Pero ¿muestras de qué? Muestras de su propia poesía que muestra, muestras de su vocación poética, aderezadas de fina ironía y un poco de crueldad. Pero también hay muestras de lo que no es, como un John Lennon, por ejemplo, del que, al no ser, no recibirá las siete puñaladas, o un Horacio Quiroga aunque uno vaya a saber y termine cumpliéndose la profecía suicida de un profesor de literatura que discrepaba —por decir algo suave— con sus ideas políticas, y estéticas, que es más grave aún. También, por si fuera poco, hay muestras de amor, como los ruidos matutinos que se hacen en la casa le confirman su infancia, «en una lejana mañana de agosto/ en que ninguna cosa cambiaría en el mundo», porque sus recuerdos son el anclaje con el mundo, y si pierde ello se perderá él también.

No habrá, por supuesto, ninguna foto suya que aparezca en las revistas cholulas del corazón, revistas para consumo del público que cuida la dieta y, sobre todo, la imagen de los espejos. Esas revistas en que, estamos seguros, no había «Ni una nota sobre aquel mirlo encantado/ cantando en las ruinas de este mundo».

Habrá una muestra, además, un trozo pequeño, como amuleto, «una piedrita de obsidiana» (traída por Joanna desde Erevan) que, sumada a sus ágatas, llevará en el bolsillo, por las dudas. Nunca se sabe en que líos andará «o diabo».

Y las referencias, continuas, a otros poetas, seguirán incrementándose, como homenajes «ciegos», por cuanto son homenajes ineludibles y nada condescendientes, y que componen el mundo de Elder, que lo nutren, que lo impulsan por las calles de la poesía. Así, estará Ferreira Gullar, nuevamente, su amigo Benavides, o bien las referencias a los poemas perdidos de José Asunción Silva o de Antonio Machado y la pérdida irremediable del «borrador de un libro inédito» de Benavides. Y la pérdida, en este caso, no ha afectado a ninguna obra suya, salvo la obra amorosa, pues se le ha perdido el «perfume de tu pelo,/ del revuelo de tu pelo en mis sábanas», y se ha perdido, decimos, porque no puede hacer siquiera, no ha merecido, «el esfuerzo de la poesía» que hubiera retenido sino a la amante al menos a su recuerdo.

Y será capaz de juntar en un poema que habla de Li Po junto a José Coronel Utrecho (vanguardista y entusiasta sandinista de la última ola), mientras se busca «el alma de la luna/ en un tajamar de Itacumbú». O la memoria, terca, que hila el sufrimiento de los peones del naranjal al festín que será esta fruta «en la boca de mis hijos, risa en el aire», que corroe, con esa desavenencia, muy a lo Julio Herrera y Reissig, «el sabor de las naranjas en mi lengua», y que supondremos ácida y crítica.

Ni qué decir de Rosario Peyrou, «si supiera de las penurias del corazón/ en una ciudad sin Paredes» (no sé si refiere a Félix Paredes, poeta anarquista, cultivador del romance, que tras la caída de la República estuvo preso y llegó a escribir «Gratitud al Caudillo» y «Marcha de Tanhauser» quizá para salvarse de la muerte y al que se le perdió la pista al ser liberado cerca de 1945, o el Paredes chileno, Pablo, activista político, o incluso Julieta Paredes, también chilena, nacida en Puerto Montt, fundadora y miembro del grupo de poetas Quercipinión desde 1996. Pero también una ciudad sin paredes sería una ciudad abierta). Porque el poeta está pensando en ella, tal vez traída al recuerdo por «una dulce llovizna» y por la famosa «noche perra», pero sobre todo: «Anunciarán esa otra vida/ a la muchacha que ha inspirado/ los últimos nocturnos de este mundo».

Y por último, «el agua que piso/ —verdosa, con olor a letrinas y excrementos—/ en estos callejones de La Lámina/ aquí en el norte norte de Bella Unión/ no es agua sucia,/ es nube», la misma agua verdosa que hay en la calle General San Martín, del Barrio La Humedad, en Rivera, antes de cruzar la vía y que si uno la recorre, teniendo cuidado de no resbalar, encontrará «apenas una diferencia de altura/ y estado de la materia». Y eso que nos perturba, acción u omisión, —más de lo último—, «perturba como frontera».


VII. Postfacio y reencuentro

Para el final hay un Postfacio, de Jorge Spíndola que resume, en clave poética, y mucho mejor que estas largas parrafadas mías, esa delgada línea de frontera que, ya lo sabemos, será como un tenue campo de manzanillas.

Sólo me quedará por decir que buscando material de archivo encontré una publicación llamada Cartas de Pueblo Lavalleja, una edición artesanal de 2001, que son ocho poemas, numerados en orden ascendente hasta el 4 y luego en orden descendente, y que se incluirán, posteriormente, en Mal de ausencias. Alguno de esos poemas se incluyen en La frontera será…, pero quiero despedir esta reseña con uno de sus poemas, como modo de homenaje a su próximo 65 aniversario de su nacimiento, un 13 de noviembre de 1955.

Comentarios en otoño


No.
Las golondrinas no emigran a Sequeira,
Ni a pueblo Cuaró, unos kilómetros más
Lejos.
Tampoco a Yacaré,
En la frontera con Brasil.
Emigran a otras tierras.
Dan la vuelta al mundo.


(La frontera será como un tenue campo de manzanillas, de Elder Silva, Civiles Iletrados editores, 4ª edición, setiembre de 2020, Montevideo, 106 páginas)

(Cartas de Pueblo Lavalleja, maitinga ediciones, 2001, 8 páginas)





Sergio Schvarz Castro

Montevideo, 1965. Es poeta, escritor y periodista cultural. Colabora en medios digitales nacionales (La Onda Digital, Granizo.uy) y del extranjero (Revista Crítica de Chile, Asociación Cultural Retratos Abiertos de Perú) y con el Semanario Sol y Luna (Salto) desde 2016.

Escribe poesía desde la adolescencia, participando de un taller literario en la Biblioteca Nac. de México. Trabaja en el desaparecido diario El Día (México), entre 1990-1995 y en el diario El Universal. Participa del taller literario de la poeta Suny Brandi (1997-1998) y luego integra dos libros colectivos (Espigas Literarias I y II) con poesía y cuento. En 2006 y 2007 edita un suplemento cultural (La Sierra Cultural) en el diario La Unión (Minas) y posteriormente es encargado de su edición diaria y una columna de opinión. Vive en la ciudad de Tranqueras (Rivera). Continúa publicando poesía y prosa.

EL MUSEO DE LOS LUGARES COMUNES ABANDONADOS

sobre «Cuando el mundo gire» (2020) de Darío Iglesias
por Martín Palacio Gamboa


La música de Darío Iglesias parece sumergirnos en una suerte de bucle temporal. Es un viraje constante que va del pop al folk y del folk al pop, cuyo formato semiacústico apela al intimismo de quien se dejó permear por largas escuchas de Jim Croce y los Beatles más despojados (pienso en «Julia», «Norwegian wood», «We can work it out», «Two of us», «Here comes the sun»). Su vocalización, contenida, con muy pocos vibratos que dan lugar a una cadencia más propia de la conversación que del acto mismo de cantar, se adecúa a la lírica sencillista de sus canciones. Es probable que su más reciente entrega «Cuando el mundo gire», su cuarto disco solista, sea el punto álgido de esa fusión clave de su propuesta.


Conformado por once tracks, de los cuales uno es instrumental («Tarareando un perfume»), nos encontramos con melodías blueseadas, pegadas rítmicas del country, relecturas del doo wop, baladas que remiten a las de las películas francesas de los sesenta, pero que de algún modo nos sitúa permanentemente en una suerte de tanguez. Y esa tanguez tiene que ver con que este manojo de canciones instaura un recorrido por lo que uno podría llamar un museo de los lugares comunes abandonados.


En «Knock-out» el yo plantea, entre la ironía y la resignación, que «nadie te dice de qué hablar./ Podría empezar diciendo que ya tengo cuarenta años/ y un poco, un poco más, cada día más de la cuenta pero no cincuenta./ Y hoy el tiempo se va/ y no puedo con él». Y esa tanguez también tiene que ver con un tono que lo aleja de cualquier enaltecimiento celebratorio de un carpe diem signado por la agenda del discurso 7Up. Por eso estamos ante alguien que acepta otro tipo de equívocos «como hacer una lista de cosas buenas que no pasaron, /como querer subir por esa escalera que sólo baja,/ como querer volver a mirar de lejos tu vieja casa, / como escuchar AM hasta las seis de la madrugada,/ como empezar de nuevo y tropezar sin aprender nada».

El nombre del disco bien podría ser una respuesta al de la película «El día que la tierra se detuvo». Si en la obra de Robert Wise se apaga todo el sistema eléctrico para que la humanidad reinicie su historia de un modo menos destructivo, en el álbum de Iglesias se corta con la sonoridad más rockera de sus trabajos anteriores para poner en evidencia los tiempos y espacios cosificados por el imperativo productivista. Allí tenemos «El tren que dejás pasar», ese que «ya no vuelve más al mismo lugar,/ la vida es una sola y hay que vivir sin mirar atrás./ Es lo que dice la gente y yo no sé qué pensar»; allí tenemos «Mirando el sol», en donde se interpela a un tú sumergido en un eterno presente despojado de sentido: «y te quedarás siempre igual/ mirando el sol por la ventana;/ otro día más vivirás/ mirando despuntar la nada,/ como en una postal sin final/ sin remitente ni destino,/ sin poder parar de pensar/ sin elegir ningún camino». Por momentos, parece una contracrónica de la alienación o el vaciamiento del sujeto (a menudo Iglesias se nos figura como un flâneur que vaga a la deriva en un paisaje urbano recorrido por autómatas) que busca reconciliar la vieja fractura romanticista entre lo ideal y lo real, entre lo que es el sueño y el mundo.


Fotografía incluida en el perfil de facebook del artista

Quien escuche «Lo contrario» o «Ya es hoy» verá que la forma del lugar común señala ideas asignables a cualquier hablante, aplicables a cualquier sujeto de enunciado y a cualquier objeto de referencia. Este triple rasgo difuso explorado por Iglesias cristaliza un espacio del lenguaje universal, genérico e indiferenciado; previo a las marcas de singularidad, de individuación de esos otros. La activación del lenguaje en este piso común a todos, preindividual, refleja y corroe la repetición cotidiana de un mismo funcionamiento social, un mismo modo de interacción naturalizado, basado en el ejercicio de poder (sutil y delicadamente tratado en «Nina») y en el desconocimiento o negación del otro.

Como contrapunto de los lugares comunes —del lenguaje y del pensamiento—, socialmente compartidos y preindividuales, las canciones de «Cuando el mundo gire» podrían escucharse —o cantarse— como una propuesta de un posible modo de individuación o singularización de un «yo», cuya contracara es la polarización que parece interrogar y revisar la posición y los límites del individuo y su interacción con el otro.

Quizá sea la única manera de que no sólo el mundo vuelva a girar, sino de que la historia —la colectiva y la personal— vuelva a tener el espesor perdido.


Fotografía incluida en el perfil de facebook del artista


El disco se encuentra disponible en:

https://open.spotify.com/album/6krEv8TcgE0t9a0vcjyATYsi=M2RH27L5Sr6C8kxplAzwAg

https://youtu.be/49U1q3L_bhU

Los muertos no mueren

Fragmentos del libro «Ectoplasmosis» (Bestial Barracuda Babilónica, 2017) de Martín Palacio Gamboa


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I

En La herencia de Eszter, de Sándor Márai, hay una escena donde la protagonista está mirando la foto de la hermana muerta con la que, a lo largo de toda la vida, tuvo una relación de rivalidad amorosa y observa: “[…] sólo me quedó un paisaje desolado y devastado allí donde antes habían estado mis relaciones familiares. Acerqué su foto a mis ojos miopes y la observé con suma atención. ‘¡Qué fuerza tienen los muertos!’, pensé, impotente. En aquel instante, Vilma estaba otra vez viva, recobraba esa nueva vida, misteriosa, que suelen adquirir los muertos para intervenir en nuestra existencia; los muertos a quienes creemos acabados, desaparecidos, enterrados bajo tierra, descompuestos. Sin embargo, un día reaparecen y actúan de nuevo”. Esta escena fantasmal y amenazante sugiere la idea del pasado como herencia con la que es necesario confrontarse y frente a la que hay que responder. También como voz que viene de atrás para irrumpir y desajustar el presente de los vivos, mostrar que no se hereda nunca sin confrontarse con algo espectral y que el muerto puede ser a veces más poderoso que el vivo.


El cuarto verde (La chambre verte, 1978) de François Truffaut


II


La literatura es uno de esos lugares de confrontación. Y es que si la tomáramos como una especie de ventriloquia -y quizás realmente lo sea-, representa la voz de los fantasmas, de los que ya no están pero que en ciertas ocasiones pueden, desde su ausencia, volverse más presentes que los vivos. Si la literatura moderna (acaso la única, según la tesis de Foucault), y en especial la decimonónica (el caso de Allan Poe es uno de los más notorios, aunque entre nosotros podríamos citar a los del 900 que siguieron y trabajaron con interés esta temática, tales como Manuel Otero, Otto Miguel Cione y Adolfo Montiel Ballesteros), se muestra tan obsesionada con el espiritismo es porque encarna de una manera eminente un acto de conjuro. Esta evocación de las voces de los muertos significa también, y por necesidad, una actualización de las potencias fantasmales que acechan, semidormidas, en las múltiples cavernas de lo Real, en la porosidad de nuestros cuerpos así como el de nuestro aparato psíquico. Por eso la literatura supone una profanación de la boca, una contaminación de la presencia que San Agustín -y después de él Descartes- identifica con la expresión «ore cogitationis». De algún modo, el lenguaje literario se efectúa a través de una voz que, en lugar de llenar la boca con la plenitud de la presencia, la llena (y en cierto sentido la vacía) con la precariedad de una voz cuyo sujeto emisor está ausente. Frente al teólogo o al metafísico que quieren llenar su boca con la autoevidencia de una palabra clara y distinta, el escritor o el poeta -es decir, el ventrílocuo- la llenan con una palabra impura y paradójica. Si la literatura concierne de manera central al vientre -según la comparación de San Agustín, a la memoria- es porque supone y requiere de una voz (de una multiplicidad de voces, a decir verdad) cuya fuente emisora no pertenece necesariamente al tiempo del ahora, sino al tiempo del ha sido o del será; pero que, a la vez, en esa efectuación que bordea lo imposible, en el trazo de esa escritura que de algún modo la devuelve a una suerte de presente paradójico, adquiere actualidad y existencia.


Los otros (The others, 2001) de Alejandro Amenábar.



III


En su cuento El inmortal, Jorge Luis Borges decía que “la muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”. Recordé este fragmento al enterarme por Alfredo Fressia del fallecimiento de Tarik Carson da Silva (1946-2014), inclasificable narrador así como original artista plástico. Tan original e inclasificable como su mismo nombre. Ha sido leyendo hace algunos años su libro El corazón reversible -en particular Extrañas percepciones, lograda muestra de lo arrollador que puede llegar a ser un cuento fantástico- que pude entender que la escritura termina siendo siempre la inscripción de la muerte en la vida, que termina siendo siempre el lugar del quiebre de la presencia, que hace patente la alteridad, la contaminación, la imposibilidad de la inmunización. Cuando se escribe, se constituye lo escrito en un sistema de huellas que se da por encima de cualquier destinatario. La escritura es un don que desborda toda fantasía de devolución, entregándose a una diseminación sin retorno. Derrida nos recuerda que “adieu, adieu, remember me” era lo que decía el fantasma del padre de Hamlet en una lengua doble. Tarik Carson, que sabía de lenguas y de la lengua propia, siempre extraña, como otro fantasma, nos convoca a un adiós que es recuerdo, en la idea de duelo imposible, y nos endeuda de manera infinita. Porque nos otorga el extraño don de una deuda impagable con una obra que tiene ese rasgo de la otredad en el que él tanto insistía: lo incalculable, esa excedencia que nos muestra un mundo en un desenfrenado estado de apocatástasis.




MARTÍN PALACIO GAMBOA

Es músico, traductor, escritor, docente y periodista cultural. Nacido en Montevideo en 1977, su vida transcurrió mayormente en el interior del país en el norte de Brasil y en Buenos Aires. Es editor responsable y coordinador general de Bitácora Dodó.

Obra ensayística publicada: Tomar el cielo por asalto. Cuatro poetas uruguayos al acecho de la modernidad; Las estrategias de lo refractario. Poética y práctica en la obra de Clemente Padín y Ectoplasmosis. Trabajo académico publicado: El bardo del Tacuarí. Antología crítica de Carlos Molina. Obra poética publicada: Lecciones de antropofagia; Celebriedad del fauno; Psikodalia. Sus discos (disponibles en bandcamp): Declaración conjunta; El otro libro de los días; Karmas de destrucción masiva y Manifiestos Anarkofáunicos.
Organizó y prologó la selección de poesía brasilera (bilingüe) Bicho de siete cabezas y de poesía uruguaya La confabulación de las arañas (2018).