Elogio del individuo. Borges y Walsh

por Diego Tatián


Esta breve invocación evoca y conjunta los nombres de Jorge Luis Borges y de Rodolfo Walsh para explorar en ellos una idea que incorporar -aunque resulte paradójico- a la perspectiva social y colectiva que procura desencadenar la obra democrática. La idea en cuestión es la de individuo.

Se trata de una idea no muy antigua, una invención liberal que desvanece las jerarquías del Antiguo Régimen y se orienta a desplazar de las representaciones sociales la preponderancia del linaje, la herencia y la alcurnia, en favor del mérito. Definido por el autointerés, la utilidad, el amor propio, el egoísmo y las pasiones que les son concomitantes, el individualismo moderno es la base antropológica del capitalismo.

Sin embargo, la noción de individuo que se busca aprehender en la obra de Borges y en los relatos de Walsh no remite a lo anterior; se trata más bien de un individuo no burgués. Las fuentes teóricas del individualismo ácrata borgiano son en primer lugar -la más reconocida e inmediata, herencia de la biblioteca paterna- El individuo contra el Estado que Herbert Spencer escribió en 1884, cuya teoría afirma una evolución social que culmina en un individualismo pacífico y radical. “Sigo siendo discípulo de Spencer -declaraba el joven Borges-; no digamos el individuo contra el Estado, pero sí el individuo sin el Estado”.

No menos importante, aunque más secreta, es la lectura juvenil de Max Stirner, cuya obra El único y su propiedad -a cuyo combate Marx y Engels dedicaron la mayor parte de La ideología alemana-, contrapone un nominalismo político a la dominación de los seres humanos por las ideas abstractas (no sólo de Dios, Estado o Nación, sino también de Socialismo, Revolución o Proletariado), abstracciones a las que llamaba “fantasmas” y denunciaba como dispositivos de dominación de los cuerpos concretos. Borges leyó apasionadamente a Max Stirner en Ginebra hacia 1920.

Pero seguramente la influencia decisiva en la formación del individualismo anarquista de Borges fue la de Macedonio Fernández, quien afirmaba: “Soy antiestatal: toda civilización verdaderamente avanzada en lo sincero es antiestatal”1. Contrapunto exacto de la deriva política lugoniana, la opción de Macedonio -por la que Borges toma partido- es la exigencia de un mínimo Estado político, en su caso menos liberal que anarquista (en 1921 Borges presentaba en la revista Cosmópolis de Madrid un poema de Macedonio, a quien adjudicaba ser el “iniciador -allá por el borroso 99- de una comunidad anarquista en el Paraguay”2 -en referencia a la aventura náutica hacia tierra guaraní junto a Julio Molina y Vedia y Arturo Múscari-).

Pocos meses después de la muerte de Macedonio en 1952, Borges publicó Otras inquisiciones, una de las cuales lleva por título “Nuestro pobre individualismo”. “El argentino, a diferencia de los americanos del norte y de casi todos los europeos -escribe en un conocido pasaje de ese texto-, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel: ‘El Estado es la realidad de la idea moral’ le parecen bromas siniestras”3. Frente al nazismo y al comunismo, frente al Estado que tiende a su totalización (“el más urgente de los problemas de nuestra época”), “el individualismo argentino -concluye-, acaso inútil o perjudicial hasta ahora, encontraría justificación y deberes”. Esa justificación es política.

A la idea fuerte de “individuo”4, Borges articula, desde una época muy temprana, la de “conjura”. La primera mención de “conjurados” aparece cincuenta años antes del poema de 1985, pero la geografía que entonces invoca no es Ginebra: “En esta casa de América -decía Borges en 1936-, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza”. La Argentina como tierra de conjura donde seres humanos de todas las naciones han depositado el patrimonio del universo, dejará su lugar, en la vejez del escritor, a la tranquila Suiza. Habrá que demorarse en este itinerario que es a la vez geográfico y político.

La idea de individuos que secretamente están salvando el mundo gracias a la conjura que su sola existencia pone en marcha, se halla diseminada en varios pasajes de la obra borgiana. “En general, el argentino descree de las circunstancias. Puede ignorar la fábula de que la humanidad incluye treinta y tres hombres justos -los Lamed Wufniks- que no se conocen entre ellos pero que secretamente sostienen el universo; si la oye, no le extrañaría que esos beneméritos fueran oscuros y anónimos”5. Acaso también “El congreso” -según Borges su mejor cuento- pueda ser leído en clave panteísta, anarquista y antirrepresentativa como la historia de una conjura, que logra su objetivo no gracias al éxito del emprendimiento sino por revelación.

Antes del desplazamiento de la ficción a la investigación periodística a partir de Operación masacre (1956), encontramos una idea fuerte de individuo en algunos de los más importantes cuentos de Walsh (que por ahora solo dejaremos enunciada). Así como en Borges el viejo individualismo solitario y ácrata encontraba su emblema en las figuras de Martín Fierro -manifiesto antisarmientino mayor que la peripecia borgiana oponía al peronismo en 1946- o Don Segundo Sombra (“¿Habré de recordar a los lectores de Martín Fierro y de Don Segundo Sombra que el individualismo es una vieja virtud argentina?”, escribía en 1946), se trata asimismo en los relatos walshianos de un individualismo -o más bien de una idea de individuo- de origen popular, que ya había sido detectado por Sarmiento en tantas páginas del Facundo.

En los relatos de Walsh6, en efecto, el individuo tiene sus avatares -como en los de Borges- en el detective y en el hombre de letras: el traductor (“Nota al pie”) y el corrector de pruebas que, al igual que el investigador policial, deberá lidiar con indicios y prestar atención a lo minúsculo (“La aventura de las pruebas de imprenta”) -también en individuos oscuros y marginales, como el periodista de “Esa mujer” o el fotógrafo de “Fotos” (todos estos oficios -traductor, corrector de pruebas, investigador de asuntos policiales, periodista, fotógrafo, a los que debemos agregar el de criptógrafo en Cuba tras la Revolución- fueron practicados por Walsh)7. Sin embargo, en sintonía con la obra “periodística”, otro conjunto de relatos walshianos pone en crisis la idea de individuo, como la última historia de la llamada “saga de los irlandeses” –“Un oscuro día de justicia”, escrito a fines de los 60, que en la conocida entrevista que le realizara Ricardo Piglia con motivo de ese cuento el propio Walsh lo considera una “metáfora política”8-, y tal vez también “Zugzwang” -palabra que designa una situación en el ajedrez donde cualquiera sea la jugada que se realice produce pérdida-.

Abjurando de cualquier espíritu sacrificial, la conjunción (la constelación más bien) que revelan los nombres de Borges y de Walsh asume de manera explícita el método que compone el paraguas y la máquina de coser sobre una mesa de disección -en este caso el individualismo y los procesos populares de emancipación colectiva- como una configuración posible9 de las tantas que puede adoptar la búsqueda de un pensamiento paradójico y abierto, capaz de contribuir a una duración política en condiciones de resistir el poder destituyente de la fortuna.



Notas

1 Macedonio Fernández, Teorías, Corregidor, Buenos Aires, 1974.

2 Citado por Álvaro Abós, Macedonio Fernández. La biografía imposible, Plaza y Janés, Buenos Aires, 2002, p.43.

3 Jorge Luis Borges, “Nuestro pobre individualismo”, en Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 658.

4“Avelino Arredondo” (recreación borgeana de un hecho real, el asesinato en Montevideo del presidente colorado Juan Bautista Idiarte Borda, en 1897) es un relato en el que el individuo actúa (comete el magnicidio) siguiendo solamente el dictado de su conciencia. Es un elogio del individuo solitario y heroico que cumple con lo que considera su deber (“Unos muchachos nacionalistas me preguntaron: ¿pero cómo; entonces cuando él [Avelino Arredondo] tomó esa decisión, a quién representaba? A nadie -respondí yo-, sólo representaba a su conciencia… No, pero está mal, me dijeron. Quiere decir que ya no se entiende un acto individual. Si hubiera sido enviado por un Partido, sí se entendería. Parece que la violencia está bien si se decide en el comité… Se rechaza que uno tome decisiones ante su propia conciencia y luego asuma toda la responsabilidad. Precisamente lo heroico es eso”).

5 “Nuestro pobre individualismo”, op. cit., p. 659. Esta misma idea se repite en “El hombre en el umbral” (íbid., p. 614) y en el poema “Los justos” (La cifra, Emecé, Buenos Aires, 1981, p. 79).

6 Rodolfo Walsh, Cuentos completos, Edición y prólogo de Ricardo Piglia, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2013.

7 Recordemos que una común afición por el cuento llevó a Borges y a Walsh a preparar dos antologías míticas que Borges (junto a Bioy Casares y Silvina Ocampo) llamó Antología de literatura fantástica (Sudamericana, 1940; segunda edición de 1965) y Rodolfo Walsh Antología del cuento extraño (Hachette, 1956 -luego reeditada en cuatro volúmenes por la editorial El cuenco de plata [2014]-).

8 “…hay una cierta evolución en la serie [de los irlandeses], en este cuento aparece… una nota política… en este cuento se empieza a hablar del pueblo y sus expectativas de salvación representadas por un héroe… Creo que ese es el pronunciamiento más político de toda la serie de los cuentos y muy aplicable a situaciones muy concretas nuestras: concretamente al peronismo, e inclusive a las expectativas revolucionarias que aquí se depositaban o se despertaron con respecto a los héroes revolucionarios, inclusive con respecto al Che Guevara, que murió en esos días…”, Ibid., p. 508.

9 Mariana de Gainza [“Spinozianas argentinas”, en La biblioteca, n° 14, Buenos Aires, primavera de 2014] y antes David Viñas [“Borges y Perón”, en La biblioteca, n° 4-5, Buenos Aires, verano de 2006 -originalmente publicado en el número de Les Temps Modernes dedicado a la Argentina en 1981 bajo el seudónimo Antonio J. Cairo-], conjuntaron a Borges y a Perón en otra configuración posible.




Diego Tatián

Córdoba, Argentina, 1965

Doctor en filosofía (Universidad Nacional de Córdoba) y doctor en ciencias de la cultura (Scuola di Alti Studi di Modena, Italia); investigador del CONICET y profesor de filosofía política en la Universidad Nacional de San Martín. Ha sido profesor invitado por universidades americanas y europeas. Algunos de sus títulos publicados son “Desde la línea. Dimensión política en Heidegger” (1997), “La cautela del salvaje. Pasiones y política en Spinoza” (2001), “La conjura de los justos. Borges y la ciudad de los hombres” (2010), “Lo impropio” (2013), “Lo interrumpido. Escritos sobre filosofía y democracia” (2017), “Lecturas imaginarias” (2020). Ha sido director de la Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba.  

Tambores: un pueblo sin historia

Crónica y fotografías por Miguel Ángel Olivera Prietto


El primero de abril de 2020 llegué a Tambores. Resolvimos ocupar la casa de los abuelos de Ana, mi compañera, que estaba vacía. Me trajeron algunas cuestiones personales, un estado de ánimo que no era el mejor y la esperanza de encontrar un poco de paz en la naturaleza. También me trajo la pandemia, porque el lugar donde estamos está rodeado de campo para el lugar que se mire, salvo uno, que es donde termina el pueblo. Así que estamos en el final del caserío, solos, donde un camino de piedras se mete tierra adentro y surca los campos de los grandes hacendados.

Tambores es un pueblo pequeño a cuarenta kilómetros de la ciudad capital del departamento, Tacuarembó, en el norte de Uruguay. Está encima de una cuchilla de poco más de doscientos metros de altura. La cruza, desde la llanura áspera, un viento constante como viejo silbo de la tierra. Es ese viento que seca y moja, que arrasa o da paz, el que establece las reglas de cómo se juega en el pueblo.



Aquí no hay más de 1500 personas que viven de changas en los campos de los ganaderos, empleos pobres del pueblo. O públicos, o jubilaciones o pensiones del Estado.

A principios del siglo veinte se construyó una estación de trenes en este lugar, y luego un puñado de casas de chapas o de barro y ladrillo se fueron levantando, como un desparramo informe a los lados de un único camino que serpea dentro del pueblo, como marca larga de un rebencazo. Así que su origen más conocido es el ferroviario; pero no se sabe bien si había casas antes, o los que estaban desde fines del siglo diecinueve eran negros esclavos libertos de Brasil, que se habían agrupado en un lugar remoto para que no los encontraran, o si ya era un puñado de casas donde se apiñaban algunas familias de peones de las estancias. Tambores siempre fue pobre, aunque de esas pobrezas dignas en las que el hambre se calma con la solidaridad de los vecinos.

A mediados de los 80 el presidente Sanguinetti cerró el ferrocarril en todo el país y Tambores comenzó a morir. El contacto con la lejana Montevideo se terminó, o con Rivera o el propio Tacuarembó. Pronto su población más joven comenzó a irse. Y demasiado pronto empezaron a cerrar sus lugares emblemáticos como la farmacia, la gasolinera, las empresas públicas, hasta que el pueblo quedó solo. Infinitamente solo.

A esta soledad he venido, donde gobierna el viento y la ausencia campea. Hasta aquí traje mis pinturas y telas, mi notebook en la que tengo un par de libros a medio hacer, y en este bucólico silencio escribo.



Cuando llegué, el primer día, abrí la puerta que da al fondo de esta casa y un churrinche, pequeño pájaro, tan rojo, me observaba. Me detuve y sostuvimos las miradas unos instantes. Luego él voló como un rayo de fuego a la copa de un árbol distante.

Muy pronto descubrí que además del churrinche, muchas aves de la zona buscaban comida en los múltiples árboles que bordean al pueblo, en las semillas de los pastizales, que generosos, acompañados de las ramas de molles, talas y acacias, hacen una música armoniosa y constante con el viento del campo.

El otoño del año pasado comencé a tirarles arroz quebrado, maíz y alpiste a los pájaros que revoloteaban alrededor de nuestra casa. Entonces se apretujaban cardenales, jilgueros, celestones, músicos, mirlos, tordos, chingolos, palomas, mistitos, decenas al principio y muchos más después. Me hice amigo de ellos, confiaban en mí. Hubo días que tuve a veinte cardenales comiendo migas o semillas en mis pies, y yo volvía a la casa despacio, mirando aquel espectáculo de trinos y colores que daban saltos acrobáticos, vuelos breves y mágicos. Pronto comencé a publicar en las redes imágenes de mis nuevos amigos emplumados y mucha gente las veía. También los pobladores de Tambores.

Pasaron varias semanas y yo seguía en mi trajín de pintar, escribir y alimentar a los cardenales y sus amigos, cuando supe que en el almacén más cercano algunos vecinos habían comenzado a comprar granos para darle también a las aves. Entonces comprendí que muchos pobladores de Tambores no sabían que había tantos pájaros en su pueblo. Me sorprendió saber que por alguna razón no habían tenido esa mirada que te hace ver que lo que vuela es un mirlo, y que si uno se detiene, escucha la polifonía bellísima de su canto.Algunos me lo dijeron, por eso lo cuento, que supieron de la presencia de esos pájaros porque yo publicaba las fotografías con comentarios con cierto toque poético, como para despertar algún sentido oculto. Yo me preguntaba si no miraban las horquetas de los árboles, si no los veían volar o picotear. Seguramente que sí, pero no era algo bello para observar, sino elementos breves que estaban en un paisaje ajeno y lejano, más allá de sus propias vidas.



Un par de veces estuve en la gran Cusco, la ciudad de edad incontable. Sé que con mi compañera volveremos cuando esta pandemia termine porque el contacto con sus calles, sus paredes de piedras punteadas, sus colores, su gente bellísima, nos ubica en el centro del mundo y de nosotros mismos. Allí está la historia viva de una cultura ancestral y vigente que convive con estos tiempos, resistiendo con dignidad. Porque es su arte el que resiste, su mística aún vigente, sus idiomas, sus aguayos.

Pero esta pequeña Tambores es desolada. En un país con tantos ríos y arroyos, este pueblo se construyó en un desierto de tierra, piedras y pasto, sin una miserable corriente de agua que le dé historias de río y vida de monte.

El otro día cayó un árbol añejo y enorme. Pocos días antes habían cortado otros árboles gigantes, también cargados de años. El zumbido de las motosierras son un contraste con la armonía del viento. Mueren los árboles que abrigan los hogares, que anidan los pájaros, que detienen las tormentas. Un vecino al que aprecio me dijo que no me preocupara, que eran sólo árboles y que servían para leña. Así de simple.

Nosotros aquí hemos plantado árboles con Ana, árboles autóctonos que en algunos años nuestros hijos apreciarán. Hay en Uruguay, también en Tambores, grupos de hombres y mujeres que resisten, que luchan por mantener viva su historia indígena, nuestras raíces tan mezcladas, la belleza de la vida en toda su dimensión. Pero no es suficiente.

Aquí me he preguntado por qué tanta tristeza en esta paz, y no logro culpar a esta gente magnífica que puebla este pueblo. Son hijos mestizos e inconscientes de una cultura conquistadora, de las colonias y su afán depredador. Poca gente de Tambores no ha tenido familiares, padres o abuelos, que no hayan trabajado en las haciendas de grandes ganaderos. Son estos últimos las nuevas generaciones de criollos poderosos que creen ser dueños de esta tierra. De la tierra que no tiene dueño.



En Uruguay, los peones, que trasladaron su vida pobre y sumisa en las haciendas al seno de sus familias, aprendieron con los hacendados que la única comida fue la carne, que la bebida era el mate, que el pasto crecía para que las vacas comieran y que la tierra era una cosa desparramada sin vida que sirve para que se alimente el capital del patrón. Son los peones en su inocencia y soledad el espejo ruin de los grandes señores, que les muestran el mundo que ellos quieren mostrarles, para que crean que la vida es solamente esa cuestión cotidiana de servir hasta la muerte. Por estos lares la tierra es de su uso personal, y hay una cultura gaucha olvidada, y hay una cultura indígena y ancestral arrasada bajo los dientes de rastras que cortan la tierra para plantar soja y eucaliptos de exportación.

No sólo no sabían los pobladores pobres de Tambores que había tantos pájaros, no sólo cortan árboles sin importarles su sombra o su edad u origen, sino que no cultivan viejas artes u artesanías, no tejen tejidos antiguos, no retienen enseres o muebles de los abuelos, como recuerdos que atan historias. Lo viejo es solamente viejo, ya no importa. Hay música porque la guitarra acompañó al peón en las ruedas de descanso, pero no hay casi nada más.

Esto es lo que dejó la muerte de los indios en el siglo diecinueve. Pero también las luchas fratricidas, el reparto de grandes extensiones de campos a caudillos asesinos, el pago de favores políticos en años donde la tierra estaba cubierta de sangre. Por eso la gente pobre fue educada para rechazar sus raíces, para no amar la tierra, para servir y para creer que estaba de paso.


Pero, aun así, en esta cultura ambigua, los vecinos de Tambores cuentan viejas historias de familiares para no desaparecer del todo, tejen las genealogías de parientes y amigos, y en cada casa los temas de conversación es saber quiénes han muerto, quiénes son los hermanos, cuántos hijos, dónde están. Se aferran a la gente que quisieron alguna vez y que en el fondo siguen amando. Creen que la vida es la familia, los hijos y nietos, los vecinos y amigos. Los pocos que quedaron, los muchos que se fueron.

Aún en esta desolación, ausencia de historia y fundamento, en este pueblo saben quererse, se ayudan, están presentes cuando hay un enfermo o alguien tiene hambre. Tan así son, tan sin nada, sin campos ni ganado ni artesanía ni historia, que se tienen a ellos, a sus hermanos, sus tíos, sus hijos, y depositan allí su ancestral amor.

Pero quizás el símbolo máximo de las ausencias es que los pobladores que quedan, ahora asustados por la pandemia y cada vez más encerrados en sus micromundos, no saben por qué este pueblo se llama Tambores. Ni siquiera su nombre conservó su historia.





Miguel Ángel Olivera Prietto

Tacuarembó, 1954. Es artista plástico, escritor y periodista.

Fue director de la revista Acción Cultural y redactor responsable del semanario La Otra Voz (Tacuarembó). Actualmente es corresponsal de la revista cultural Sieteculebras, de Cusco, Perú. Estudio en la Escuela de Bellas Artes, hasta su cierre en 1973. Inició las Facultades de Medicina y Humanidades (filosofía), sin culminar. Ganó el Primer Premio del Concurso Nacional de Narrativa “Los Monegal” en 2009. En el 2012 publicó “Dioses pobres”, libro de cuentos y “Restos de lluvia” (Yaugurú, 2019), libro de poemas. Ha realizado varias muestras de pinturas, dibujos y murales en diferentes ciudades del Uruguay. . Actualmente realiza talleres de arte. Su trabajo se puede observar en la página artemaop.com.uy.

CONSTRUCTIVISMO, TORRES GARCÍA Y DESPUÉS…

por Alejandra Waltes Bajac


El constructivismo, movimiento artístico surgido en Rusia en el convulso año de 1914, estuvo orientado no sólo por una visión estética innovadora, sino también por una marcada intención política vinculada con la organización y el cambio social. En nuestro país su principal exponente y difusor fue el reconocido artista Joaquín Torres García.



Por otra parte, 1914 no marcó únicamente el principio de la primera gran guerra del siglo veinte, sino también un punto de inflexión para el arte. En el cambio político que se estaba operando en su país, y que desembocaría en la revolución de 1917, los artistas de la vanguardia rusa vieron una oportunidad única. La nueva sociedad radical y progresista que se avizoraba merecía un arte igual de radical que la representara. Y los artistas Tatlin, Kandinsky, Marc Chagall, El Lissitzky, Rodchenko, y las artistas Goncharova, Alexandra Éxter, Liubov Popova, Stepánova empezaron a trabajar en una identidad visual para el comunismo.

Esa vanguardia rusa retomó las ideas de uno de los artistas más singulares de la historia: Kazimir Malevich, el creador del Suprematismo, que unos años antes ya había comenzado su particular revolución: un estilo genuinamente original que abogaba por la abstracción pura. Teniéndolo en cuenta, los artistas de la revolución optaron por crear un arte con un claro objetivo: debía ser comprensible para la mayoría y servir a las necesidades tanto del pueblo como de su régimen, que ya en 1917 empezaba a entender la importancia del arte como herramienta política. De esta forma nace el Constructivismo, que es el arte de la construcción. Este enfoque innovador en la creación de objetos, tomó ideas del Cubismo, el Futurismo, el Suprematismo y el Dadaísmo. Su objetivo era abolir la preocupación artística tradicional por la composición y reemplazarla por la “construcción”.

Los constructivistas incursionaron en todos los ámbitos creativos y experimentaron con todas las disciplinas, técnicas y nuevas tecnologías. Para dicha vanguardia el arte y la ingeniería son casi sinónimos. Se enfatizó la valoración de los materiales y su eficacia, y la “faktura”, que suponía mostrar sin discreción las propiedades inherentes de los materiales en crudo, ya fuera en la pintura, el diseño o la arquitectura. De esta forma el arte ruso invadiría toda Europa con sus frescas propuestas futuristas y modernas. Los artistas tenían plena libertad de acción, y además, por lo menos en aquellos primeros años, estaban del lado del poder establecido. El comunismo visual era un arte con tres características meditadas: era reconocible, era firme, y era psicológicamente poderoso. El artista era ahora un simple constructor y técnico, igual de importante que un campesino o un minero, e igual de vital para la patria. El arte se vincula así con la utilidad: diseño, tipografía, ropa, muebles, edificios, escenarios de teatro, electrodomésticos, coches, etc. La corriente se vale de formas geométricas y colores puros. Algunos artistas llevaron esto al extremo, llegando a pintar lienzos monocromos.



Un aspecto importante era la valoración del componente espacio/tiempo. Se planteaba que una escultura no debía ser una realidad por sí sola, sino que debe integrarse en el espacio y recibirlo por todas partes. Para ello se utilizaban materiales industriales que permitían que el espacio penetrara en la escultura. Dentro del Constructivismo surgieron dos sectores: los Productivistas, que tenían un enfoque realista aún dentro de su increíble experimentación, y los Idealistas, como Kandinsky o Malevich, que creían firmemente que la pintura podía cambiar al universo. El constructivismo supuso una identidad visual para el comunismo soviético y tuvo como objetivo principal llevar el arte al pueblo rescatándolo de las élites.

En 1913 Theo Van Doesburg, un joven pintor de influencia impresionista, entendió, al leer “Pasos” de Vasili Kandinsky, que la verdadera dimensión espiritual de la pintura surge de la mente del artista y no de la realidad natural. El cierre de fronteras por la guerra causó que Piet Mondrian se quedase en Holanda y coincidiera con Van Doesburg en 1916, lo cual fue decisivo para ambos. El arte de Mondrian siempre estuvo íntimamente relacionado con sus estudios espirituales y filosóficos. Gran parte de su trabajo estuvo inspirado en la búsqueda de un supuesto conocimiento esencial. Al dedicarse a la abstracción geométrica, buscaba encontrar la estructura básica del universo, la supuesta “retícula cósmica” la cual procuraba representar con el “no-color blanco” (presencia de todos los colores) atravesado por una trama de líneas de no-color negro (ausencia de todos los colores) y, en tal trama, planos geométricos (frecuentemente rectangulares) de colores primarios, considerados por él como los colores elementales del universo. En 1929, estando en París integra la agrupación de artistas abstractos “Círculo y Cuadrado” de la que también forma parte Joaquín Torres García.



A principios del siglo veinte, era usual que los artistas latinoamericanos viajaran a Europa para tomar contacto con los movimientos de vanguardia, desarrollando luego propuestas relacionadas con el Expresionismo, el Cubismo y el Futurismo, y participando activamente de los circuitos de exposiciones y debates. Durante los años veinte, muchos de ellos, al regresar a sus países de origen, liderarían distintas batallas contra el arte clásico. El Neocriollo de Xul Solar (Buenos Aires), la Antropofagia de Tarsila do Amaral (San Pablo), así como el Vibracionismo y el Universalismo Constructivo de Rafael Barradas y Joaquín Torres García (Montevideo), son sólo algunos destacados ejemplos de aquellas vanguardias regionales latinoamericanas.

Torres García conoció a Mondrian en París en 1929 y nunca dejaría de reconocer el impacto visual de su obra y la calidad intelectual del holandés. En ese año ambos participaron en tres exposiciones clave, la última organizada por el propio Torres García, que había presentado la vanguardia parisina en una serie de notas publicadas en el periódico La Veu de Catalunya, y entre las que se encuentra una dedicada a Mondrian. Torres García fue quien hizo conocer la obra de Mondrian y Van Doesburg en España. A pesar del mutuo respeto que se profesaron, las diferencias teóricas y la vorágine de cambios que se suscitaban en aquel entonces en Europa hicieron que Piet Mondrian y Joaquín Torres García tomaran caminos diferentes. La década del treinta llevaría al uruguayo a recalar en Montevideo y al holandés, temeroso del nazismo, a trasladarse primero a Londres y luego a Nueva York. La potencia pictórica de Mondrian radica en su capacidad para transformar la perfección geométrica más absoluta en validez estética, lo que reflejaría su idea utópica de la sociedad moderna.


La regla abstracta. (Rosario, Ediciones Ellena, 1967)

A su vez, Torres García planteó una paradoja al intentar encontrar el modo de crear un arte que fuese correlato de la concepción de un nuevo hombre: el hombre constructivo y universal. Esta propuesta retomaba ciertos preceptos del pensamiento metafísico y del Constructivismo. El artista uruguayo entendía al arte como un puente entre el hombre y la naturaleza. Para Torres García el arte no debía copiar a la naturaleza, pero tampoco debía negarla. Los pictogramas que pueblan sus pinturas recrean el mundo: el pez (la naturaleza), el triángulo (la razón), el corazón (los afectos), el hombre y la mujer. A través de símbolos y recursos formales simples como líneas horizontales y verticales y figuras geométricas básicas, el emblemático artista uruguayo creó un lenguaje plástico de alcance universal, conjugando símbolos de todas las épocas y tradiciones: clásica, mediterránea, del Oriente Medio y precolombina.

Uno de los aspectos fundamentales en la producción de este creador es el rescate, desde un planteo netamente moderno, de la raíz de las manifestaciones precolombinas, con su permanencia y geometría, como eslabón esencial en la conformación de la civilización occidental, lo que emparenta su corriente artística con el Primitivismo.

El Universalismo Constructivo consiste en, según afirmaría el maestro, tratar de expresar mediante el arte la comunión del hombre con el orden cósmico. Torres García definió su pintura como una superficie organizada en sección áurea. Para él la construcción de la obra sobre una relación geométrica no es solo una herramienta compositiva, sino también es la expresión material de una interrelación en la que todas las partes se relacionan entre sí y con el todo. El rechazo de la perspectiva y el uso de la bidimensionalidad facilitan la comprensión de su mensaje plástico. Sus símbolos son permanentes y fáciles de decodificar, pues el pintor buscó un arte eterno, que no renegara del pasado, tratando de encontrar imágenes que trascendieran las épocas.



El color en la obra de Torres García también es simbólico, tiene su origen en la paleta cuatricromática griega y busca expresar sobriedad, espíritu austero y cierto misticismo, término a menudo utilizado por el propio artista en sus lecciones. En 1934 Joaquín Torres García fundó la Asociación de Arte Constructivo y el Taller Torres García, donde se formó toda una generación bajo su fuerte impronta que era, según sus propias palabras “olvidar artistas y escuelas; olvidar aquella literatura y filosofía; limpiarse, renovarse; pensar al compás de esta vida que nos circunda […] Deja, pues, autores y maestros, que ya no pueden servirnos, puesto que nada pueden decirnos de lo que debemos descubrir en nosotros mismos”, anticipándose así a muchos movimientos vanguardistas que aparecerían en la segunda posguerra.

Desde los comienzos del siglo veinte hasta fines de los años sesenta, en el Uruguay surgieron varias corrientes artísticas autóctonas y, si bien la pintura en nuestro país continúa teniendo fuertes representantes, a casi cuatro décadas del final de la dictadura cívico-militar aún no hemos logrado recuperar la capacidad de formación y análisis que nos permitan volver a generar nuestras propias corrientes artísticas.




Alejandra I. Waltes Bajac

Licenciada en Artes, Artes Plásticas y Visuales, poeta, artesana, diseñadora, Animadora a la Lectura, responsable de la página de Artes Plásticas de Semanario Voces.

Publicó el libro «Alcancía» en 1997 con textos y dibujos propios además de diseñarlo. Da clases de lanaterapia y expresión plástica trabajando principalmente con personas que necesitan apoyo terapéutico complementario.