DEL DESAHUCIO Y OTROS DEMONIOS

sobre Muelle negro (Civiles iletrados, 2020) de Pablo Márquez
por Martín Palacio Gamboa


Acercarse a la poética de Pablo Márquez es adentrarse en un breviario del deseo y su vacío, ese vacío al que Violeta Parra comparó en una de sus últimas composiciones con «el hueco/ del mundo terrenal». Ya sea procedente de lo amoroso o de un conjunto de posicionamientos existenciales, el trazo de esa ausencia que delinea cada texto de «Muelle negro» se va estableciendo como un proceso fundamental de la realidad. Existe una dificultad para captar el sentido del vacío que el deseo instaura sin el riesgo de caer en la trampa de una interpretación de matriz nihilista. Con todo, Márquez no llega a sostener la no existencia de las cosas, sino que apunta a la imposibilidad de encontrar un referente original, definitivo, unívoco, dado que la lengua está compuesta de trazas de trazas, huellas de huellas, sustituciones de sustituciones que nos reenvían a una regresión infinita. Como el deseo mismo.

Dueño de un decir conciso, su recurrencia a la enumeración y a la musicalidad cadenciosa y coloquial de la anáfora lo hacen adoptar en sus poemas una forma fragmentaria. Tal vez por ser la única que puede dar cuenta a cabalidad del carácter intermitente e imprevisible del deseo, que es nuestra primera instancia de contacto con la realidad. Barthes anotaría en «El placer del texto» que «es la intermitencia, como bien ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica, es el centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición». Y esa «puesta en escena de una aparición-desaparición» en la que anida el deseo, sólo se logra plenamente a través de esa escritura fragmentaria que sabe recoger la experiencia inmediata y transmitirla como tal: en su carácter abrupto, repentino, accidentado, como un súbito impacto a los sentidos sin solución de continuidad posible.


.
De allí que Márquez afirme que «todo ha sido registrado/copiado/ publicado/ en los diarios de Babel./ La palabra se nos secó en la boca/ enarenada entre los dientes./ Solo/ nos queda/ encalar/ los huesos/ echarles sal/ prenderlos fuego/ poner a caminar/ esa lengua peregrina». Será esa lengua, entonces, la que no necesitará de nexos que subordinen un juicio a otro, que estructuren relaciones casuales entre dos o más ideas, que elaboren un arduo proceso de razonamiento desde una hipótesis inicial hasta una impecable demostración final.



El deseo, en sí, no busca demostrar nada: a lo sumo mostrar, a los ojos que lo miran, esa experiencia de placer (o de dolor, es igual) que la constituye. En una escritura trabada por la lógica de la razón, como esa palabra enarenada entre los dientes, el deseo moriría de asfixia. Su lógica es otra: tan sólo quiere acontecer. Y para ello, necesita de una escritura que lo muestre tal como es: en su imprevisibilidad, en su rareza, en su intermitencia, graficada en un uso que puede parecer, a primera vista, excesivo de los puntos suspensivos. Justamente allí, donde queda algo que decir y no se dice. Quizá por sobreentendimiento. Quizá por carencia, allí donde no haya «tal vez/ ni jueves/ ni parises/ ni huesos/ con memoria/ apenas/ la limosna/ de rumores obituarios…».

En Lacan, el deseo es siempre carencia, carencia de algo. Incluso cuando él señale la creación de objetos (fantasmas) como repertorio de imágenes que permitirían aplacar al deseo cuando el objeto de deseo no se logre obtener, los términos de la creación serán siempre negativos. La creación del fantasma supone un agujero en lo real, una representación sustitutiva que señala de manera aún más acusada el estado carencial. Y no sólo del mundo que nos rodea, sino de nosotros mismos. Cual si fuera un ejercicio de teología negativa, el yo lírico de «Muelle negro» escribirá que «quiero ser un ser sin smartphone. un ser sin objetivos, un ser sin objeto. un no-ser, bah. un ser por fuera de la señal de ajuste y las tarifas. un fulano de tal temido por su voluntad fulana. de tal sin cuál. veleta fija, apuntando siempre a un sureste intrascendente. sin Dios posible. vulgar posta, de vulgo gris rioba en el barro. sentarme, tan hueco de mí, como un telescopio sin cielo ni destino, en medio de la plaza. ya no quiero ser este sujeto de culpa que no es». Como es de suponer, será en ese ser sin ser donde vemos en qué medida nuestro dominio de la realidad se basa en la trabazón de los numerosos fantasmas con que hemos elaborado nuestro universo de referencias. Un universo de conjunción de signos o simulacros que se superponen a otros signos y que, en último término, relegan lo supuestamente verdadero, lo realmente apuntado por los discursos, a la inexistencia, al «desierto de lo real».


ph: Sofía Luna

Semejante transitoriedad de un estado a otro se corresponde con el sentido del muelle. Su función es permitir que barcos y embarcaciones atraquen a efectos de realizar las tareas de carga y descarga de pasajeros o mercancías. Es la metáfora del vacío como un «entre» constante. Es que en el atracadero de la enunciación no se pretende la sustitución del ser, sino que se nos entrega –casi resignadamente– su no ser: «Nunca seré Borges/ ni Groussac/ ni Bataille./ Menos aun Felisa/ claro está./ Solo seré/ quizás/ a lo mejor/ tal vez/ Nadie hundiendo/ su aguijón/ en el centro de Polifemo./ O ni eso».

«Muelle negro» pone en juego, por tanto, una dicotomía del deseo, dos versiones del deseo en donde una actúa como carencia y otra que nos conectaría con un posible infinito. Al fin y al cabo, se sabe, «los dioses mucho te honran cuando no te expulsan de su Olvido».




Pablo Márquez (Uruguay)

Salto, Uruguay (1976).

Ha sido profesor de aula de Literatura y de Historia en liceos públicos de Salto y en el CeRP del Litoral. Forma parte del Grupo de Estudios Autobiográficos (GEA), del CFE, fundado por la escritora Mag. Prof. Helena Corbellini.

Ha publicado artículos de crítica literaria en revistas de su departamento y en la Revista [sic], de la Asociación de Profesores de Literatura del Uruguay (APLU). Muelle negro es su primera obra.  

Deja un comentario